Hay quienes afirman que desde Jean-Jacques Rousseau, en el siglo 18, no se ha dicho nada nuevo sobre la desigualdad. Para el famoso ginebrino ella está presente en toda sociedad, sus orígenes son diversos y complejos y se acumulan, y como la tendencia es a su incremento, el Estado tiene el deber de compensarla. Desde entonces ha sido tema preferente de filósofos, antropólogos y sociólogos, que se han desgañitado tratando de comprender y desmontar sus mecanismos de reproducción. Combatirla ha sido una bandera histórica de las corrientes progresistas, la cual era mirada con escepticismo por las de raíz conservadora. Hasta ahora, cuando humanistas y economistas, de izquierdas y derechas, han coincidido en que la desigualdad es un escándalo con el que hay que acabar.
¿Qué produjo tal milagro? Lo lógico sería imputárselo al aumento de la desigualdad. Pero en Chile al menos no es el caso. Medida en términos económicos, ella se ha mantenido y hasta disminuido, pero la indignación pública ha ido en ascenso. Esto confirma lo que han observado numerosos pensadores en el pasado, entre ellos el propio Rousseau: que la intolerancia a la desigualdad está desacoplada de su expresión material; y que no basta, por lo mismo, con mejorar la distribución de ingresos para aplacar la indignación que produce.
¿Cómo atacarla? Por largo tiempo el debate estuvo entrampado entre dos visiones antagónicas. Para unos ella tenía su origen en la asimetría entre capital y trabajo, y solo podría superarse socializando al primero o regulando a favor del segundo, como lo intentaron las experiencias comunista y socialdemócrata. En la otra vereda estaban quienes sostenían que era el fruto de un Estado que ahoga el emprendimiento y la prosperidad material, y que la solución está en la promoción de la libertad económica, lo que redundó en experiencias como la chilena. Ambos enfoques compartían, empero, una premisa: que la desigualdad reposa en las relaciones económicas, y acabar con ella supone intervenirlas.
Esto cambió. Ahora nadie menciona a la economía cuando habla de desigualdad. La palabra que se repite a coro es educación, que sería la fuente y el antídoto de la desigualdad. El paradigma se ha invertido. Ya no es -como creíamos- que las naciones económicamente más igualitarias tienen una mejor y menos desigual educación, sino que las naciones que tienen una mejor y menos desigual educación son económicamente más igualitarias.
La lectura de cualquier manual de sociología llevaría a ser más cautos. Las diferencias de ingresos y estatus -eso que llamamos genéricamente desigualdad- efectivamente son menores entre individuos que poseen el mismo nivel de escolaridad, pero están muy lejos de desaparecer. Tales diferencias obedecen a factores anteriores a la escuela, como la familia, las relaciones sociales y, por qué no, la suerte, todos los cuales escapan a lo que esta pueda hacer. Agréguese que, como toda institución, el sistema educativo se las arregla siempre para reproducir las prácticas existentes, entre ellas la desigualdad: qué mejor ejemplo que lo sucedido con el copago, cuyos efectos no todos coincidieron con las intenciones.
Nadie, sin embargo, parece dispuesto a prestar oídos a lo que enseña la vieja sociología. La sociedad chilena ha optado por hacer de la educación el depósito de todas aquellas expectativas que no puede alcanzar en otras esferas, como la familiar, económica, territorial o política: entre estas, el fin de la desigualdad, convirtiendo a la reforma educacional en el alibi para rehuir los cambios que habría que hacer en otros campos si de verdad se quiere dar batalla a la desigualdad. El gran damnificado de todo esto, me temo, podría ser la educación.