Este es un mea culpa. Lo hago arrepentido, por cierto, pero no me duele.
Nadie me lo dijo, no tuve que hacer fe de otras visiones, porque lo vi, lo reporté y, por ende, asumo todo lo que en su momento dije. Entiendo el fútbol como una expresión social, cultural, como un reflejo de los pueblos. Como un juego que responde a muchas variantes, y no solo al correr de la pelotita. No como un fenómeno aislado, sustentable en sí mismo. Por eso creí -y me equivoqué- que esta Copa del Mundo sería el crisol para manifestaciones sociales que la pondrían en jaque, porque el malestar del pueblo es una cuestión evidente, latente, justa por lo demás.
Visité los estadios que provocaron el descontento y el malestar de la gente, porque son -y esto lo mantengo- desproporcionados, gigantescos, varios de ellos de una inutilidad total una vez que termine el certamen. Sé que, en la antesala de las elecciones, la gente quiere más recursos en educación, en salud, en beneficios sociales. Y los testimonios recogidos en abril me hicieron pensar que este mes iba a ser una mezcla de fútbol con caos social.
Estaba errado, como muchos otros. Los aeropuertos funcionaron a la perfección, con un poco de paciencia se soportaban las obras inconclusas, resistí un par de tacos fenomenales (como en cualquier gran ciudad del mundo) y fui atendido con gentileza y buen humor. Nunca sentí temor y, aunque la desigualdad es feroz y la corrupción está todos los días en la prensa, el pueblo brasileño no boicoteó su propia fiesta, postergó las protestas y se sumó, generosa y alegremente, a una Copa del Mundo que es la mejor que yo recuerde. Desde el despliegue emocional a la irrupción de los más pequeños, en nuestra propia épica, en los infartantes epílogos, con la colorida puesta en escena.
El nivel de los partidos ha sido extraordinario en líneas generales, los arqueros han sido grandes figuras (lo que habla de muchas oportunidades de gol), hubo polémicas y debates a granel, historias maravillosas por contar. La lesión de Neymar y el mordisco de Luis Suárez -que no fueron advertidos ni sancionados por los jueces- entregan una lección más para aprender: los jueces de línea, que han estado impecables para aplicar la regla del offside , no tienen ojos suficientes para alertar a los árbitros de situaciones que son evidentes.
Si no hubiera sido por la irrupción de unos bárbaros chilenos en un centro de prensa, la actitud de los hinchas en las calles fue un carnaval, y aunque el consumo ilimitado de alcohol en las tribunas es un problema (avalado por la FIFA), el saldo es más que positivo, en espera de un duelo sudamericano que podría sacar chispas en una eventual final. Hasta la policía tuvo coraje: en la investigación por reventa de entradas no cayeron solo los más chicos. El hijo de Julio Grondona, el sobrino de Joseph Blatter, varios dirigentes y hasta ídolos como Dunga y Jairzinho han debido testificar.
Inolvidable y encantador. Cuando paso frente a lo que debería ser la Villa Olímpica en Jacarepaguá o veo los trabajos abandonados en la villa de la prensa o en el centro del tenis de los Juegos Olímpicos de 2016, o las estaciones del Metro aún en construcción, siento la tentación de hacer una advertencia, de sumarme a las quejas, de plantear una interrogante. Pero ya aprendí la lección, creo. Me sonó clara y fuerte: démosles la posibilidad.
Esta vez fue más que un eslogan. Fue una realidad comprobable y clara. El fútbol fue más fuerte.