La violenta destrucción del espacio y el transporte público tras manifestaciones multitudinarias de cualquier tipo es motivo de angustia para quienes imaginamos y trabajamos por el destino de nuestras ciudades. Es difícil comprender el origen de tan profundo resentimiento, tanto desencanto concentrado en un sector de la población que ha de expresarse en la aniquilación de lo público, como si lo público fuese algo ajeno, inútil e incluso enemigo. Pero ese ha sido el discurso político y económico imperante sobre dos generaciones consecutivas, ¿no es así? Fuimos nosotros mismos los que socavamos el prestigio de todo lo público al despreciar de manera explícita el rol magnánimo del Estado, de las organizaciones sociales y de las comunidades en el bienestar común, debilitando toda noción de colectividad para glorificar en cambio la promesa de prosperidad gracias al emprendimiento individual bajo las reglas del libre mercado, aunque si demasiado libre siempre contenga una tácita apología a la mezquindad, la indiferencia o el abuso.
Santiago, que concentra casi la mitad de la población del país, es el resultado de ese discurso. El experimento liberal chileno fue tan descontrolado que permitió que la especulación del valor del suelo dictara las políticas de vivienda social, expulsando a los más pobres lo más lejos y en las peores condiciones urbanísticas posibles, una segregación social–espacial digna de un apartheid, origen de muchos de nuestros actuales males. También permitió el crecimiento inorgánico de la ciudad, administrativamente fragmentada de tal modo que hoy resulta difícil planificarla con coherencia, mucho menos dotarla de iguales oportunidades para disfrutarla, para aprovechar todo aquello que una gran ciudad supone como ventaja a sus habitantes. En nombre del desarrollo económico nos permitimos también demoler buena parte de nuestro invaluable acervo arquitectónico y paisajístico para reemplazarlo, otra vez, con fórmulas que responden exclusivamente a rentabilidades individuales y a corto plazo, en vez de colectivas y a largo plazo. Todo esto debe ser revertido, remediado. No hay otro camino.
Usted se preguntará qué tiene que ver esta diatriba con la disciplina del arquitecto y del urbanista. Bueno, la ciudad es nuestra cancha. El arquitecto es por definición un ser político; término cuya etimología proviene del complejo concepto social y espacial que es la ciudad. Para hablar del futuro, necesitamos acuerdos: saber qué hacer, para quién, con qué instrumentos. Cómo construir un sentido de pertenencia e identidad que se traduzca en un orgullo que reconozca lo colectivo como propio. Estamos contra el tiempo.