El lucro nunca ha sido un concepto valóricamente demonizado en el fútbol chileno. Ni cuando los clubes eran en teoría corporaciones de derecho privado sin fines de lucro, ni cuando eran dirigidos por mecenas.
Entre estos últimos fueron contados los que perdieron dinero de verdad, porque la mayoría tomó el resguardo para recuperarlo y el resto sacó pingües ganancias.
En el pasado, antes del advenimiento de las sociedades anónimas deportivas (SAD), lucrar tampoco era mirado como un delito, en la medida en que las utilidades fueran reinvertidas en el club. Aunque nadie nunca pudiera comprobar si realmente las ganancias tenían un retorno efectivo a la tesorería del club, el traspaso de un jugador, la principal vía para obtener recursos, era visto como la oportunidad para reforzar el plantel o desviar esos ingresos en infraestructura o divisiones menores, por ejemplo.
Ganar dinero estaba asociado a una idea de bienestar de la institución, de crecimiento. De alguna manera, ese progreso deportivo tenía también un correlato en la comunidad de seguidores o hinchas. Existía, en el fondo, un sentido de desarrollo social que se percibía como propio cada vez que el club escalaba un peldaño, sobre todo si aquel era de provincia.
Fueron muchas las razones para que el sistema colapsara a fines del siglo pasado: desórdenes administrativos, pésima gestión de dirigentes irresponsables y sinvergüenzas, expansión desmedida, aparición de actores nefastos (intermediarios, empresarios de jugadores, barristas), nula visión del organismo director y regulador, y un largo etcétera. La única salida fue replicar el modelo de libre mercado y SAD, en parte porque la presión de los inversores era mucha y la flexibilidad del sistema para probar otras fórmulas, mínima.
Varias temporadas han transcurrido y las SAD confirmaron sus virtudes ordenadoras por las que tanto clamábamos. Pero el lado oscuro -que no es el del lucro- hoy se hace más profundo al palpar el desarraigo social que han generado los nuevos propietarios (muchos de ellos apenas unos oportunistas con dinero) con su masa crítica de aficionados.
Los clubes chilenos, sobre todo los de segundo orden, aquellos de regiones que situaron históricamente sus modestos objetivos en la subsistencia en la división en que estaban, en conservar la representatividad con la zona, en mantener la tradición de sus fundadores, han ido perdiendo sistemáticamente su impronta y el vínculo con la comunidad.
Hoy la comunión que esbozan las SAD con la gente que aún llega al estadio movida por la pasión es meramente funcional, acomodaticia a la oferta y tan desechable como un suntuario que no renta. Quizás eso es lo que buscan estos propietarios en tránsito, como los de Rangers, Unión Calera, Antofagasta, Audax Italiano, Wanderers, Copiapó, San Felipe, La Serena y varios más de la Primera B, a los que la responsabilidad social con sus seguidores y entorno geográfico nada les importa mientras no les reporte beneficio financiero, y en tanto las obligaciones legales no les comprometa el capital aportado y sus valiosos activos.