Fernando Pessoa, el poeta de Lisboa, dijo alguna vez que "la literatura, como todo arte, es la demostración de que la vida no basta". Recordé esas palabras cuando me enteré de la muerte de Gabriel García Márquez. Si lloramos la muerte de un escritor, como si perdiéramos a un amigo o hermano, es porque sin los narradores y los poetas nuestras vidas serían menos vivibles. Desde que abandonamos la infancia, nos damos cuenta de que somos una gran carencia. Para tapar esa carencia (que puede volverse insoportable) le pedimos algo más a la vida, pero no siempre ella puede responder a ese requerimiento. Por lo menos eso creemos, y tal vez somos injustos con ella, pero la pura vida, tal como es, no nos basta. Necesitamos anestesiar esa desazón, ese hoyo que se nos abre a la altura del esternón, ese vacío insaciable.
Algunos se refugiarán en el alcohol, otros en el cigarro o en drogas fuertes o blandas, los más se harán adictos al poder, el dinero o la tecnología, que hoy provee múltiples vías de escape a la angustia de estar vivo. Cada uno se las batirá como puede.
Pero hay una droga, un vicio impune que cumple todos los requisitos que uno espera de una gran evasión. Una droga que nos lleva lejos de aquí, pero que, después de consumida, nos devuelve al mismo lugar de la carencia, ahora reencantados con la vida de la que quisimos huir. No hay nada que sacie, como la literatura, esta sed malsana que oscurece nuestras venas. Esta heroína -droga dura y blanda a la vez- está hecha de palabras, historias, cantos que pueden hacer palpitar nuestro corazón a la temperatura Fahrenheit 451, a la que el papel de los libros se enciende y arde.
Confieso que fui adicto a García Márquez a los 17 años. Frases como ésta me las inoculaba directo a la vena: "al senador Orsénimo Sánchez le faltaban seis meses y once días para morirse, cuando encontró a la mujer de su vida..." ¿Quién puede dejar de leer un libro después de un comienzo así? En el mismo momento en que sabemos que un hombre a punto de morirse va a conocer a la mujer de su vida, en ese mismo instante nuestra propia vida se hace más vivible, como por arte de magia. "La vida está en otra parte" -dijo una vez el joven descontento y fugitivo que fue Rimbaud. Si en alguna parte existe esa otra vida es en la ficción. Sí, me hice adicto a García Márquez, pero este no publicaba las dosis suficientes de ficción que yo necesitaba a esa edad para seguir viviendo . Gracias a Dios, Márquez nos llevó a Rulfo, Rulfo a Faulkner y éste último nos devolvió a Onetti.
En la década del 80, cuando yo era un estudiante perdido en mi propia soledad en París, me topé, por azar, con García Márquez en el Barrio Latino. Yo estaba de visita en la casa de una chilena mítica y generosa que abría sus puertas a grandes escritores e íconos de la izquierda latinoamericana de los 70. Pero también a marginales como nosotros, estudiantes que llegaron a Europa huyendo del gris Chile de entonces, el del "apagón cultural". Sonó el timbre, abrí, era el "Gabo" en persona. Mis amigos se levantaron de sus asientos, sin poder creer lo que veían. Le dijimos algo tan torpe como: "¿usted es de verdad García Márquez?". El sonrió y subió raudo al segundo piso.
¿Fue cierto o lo soñé? Me gustaría haber tenido el coraje de darle las gracias por habernos acompañado con sus cuentos en la soledad de la adolescencia, que es doblemente soledad cuando se vive en París. ¿Qué es más verdadera, la realidad prosaica de todos los días o lo que contamos de ella? ¿Qué es más real, el García Márquez encarnado en sus inolvidables personajes (Melquíades o Ursula Iguarán) o ese que subió raudo al segundo piso, rehuyendo el posible acoso de sus adolescentes lectores, en una tarde fría de invierno en París? El escritor y sus lectores son dos caras de una misma soledad y ambos son los que mantienen la vieja fogata encendida en torno a la cual seguimos contando y oyendo historias, mintiendo para vivir, capeando los crudos inviernos de la vida.