"Operaciones Confraternidad". Así fueron bautizados los procedimientos que trasladaron a 1.850 familias de los campamentos Nueva Matucana y Zanjón de la Aguada hacia comunas de la periferia de Santiago en 1976 y 1978. Fue el comienzo de un proceso que, para el año 1987, había erradicado 29 mil familias desde el centro, Providencia y Las Condes hacia las nuevas comunas creadas más allá de la circunvalación Américo Vespucio. La promesa fue el acceso a una casa propia, y el precio, vivir en los contramuros de la ciudad. Nadie pensó -o, si lo hizo, prefirió callarlo- que con esto se condenaba a esos compatriotas, de por vida y por generaciones, a la condición de pobreza y marginalidad. Separados de sus fuentes de empleo, alejados de los bienes públicos que ofrece la ciudad, y pulverizados los vínculos comunitarios que los unían con sus vecinos, quedaron sin recursos para arrancar a su destino. De ahí que las erradicaciones quedaran grabadas, con razón, como una de las políticas de segregación urbana más crueles de las que se tenga recuerdo.
En los últimos días, sin embargo, ante la tragedia que enluta nuevamente a Valparaíso, han vuelto a surgir voces que recomiendan lo mismo: erradicar a las familias de los cerros afectados para trasladarlas, en forma definitiva, a zonas que se afirma son más seguras. Quizás sea cierto, como también lo fue la casa propia que se prometió a los erradicados de los ochenta; pero a diferencia de entonces, en plena dictadura, cuando no había derecho a pataleo, ahora, en democracia, las familias de Valparaíso parecen dispuestas a resistir con dientes y uñas. Ellas simplemente no quieren dejar sus cerros: quieren reconstruir y reconstruirse ahí mismo, en el mismo lugar donde vieron consumirse sus ilusiones.
¿Será su obstinación una expresión del estrés postraumático? ¿Será, acaso, que no saben que la erradicación es lo mejor para ellas, ni que el incendio hay que tomarlo como una oportunidad? ¿No será, quizás, que solo son capaces de mirar sus problemas, y en una perspectiva de corto plazo, y no saben mirar los problemas de la ciudad en su conjunto?
Ese tipo de argumentos, y otros parecidos, son los que se han utilizado una y otra vez a lo largo de la historia para justificar políticas presentadas por quienes las impulsan como el precio necesario e inevitable para alcanzar un futuro mejor. Es un recurso que cruza todas las ideologías, desde el marxismo al neoliberalismo. El problema es que siempre los que pagan el precio de esas medidas son los otros, no las élites que las promueven. Esto sí lo saben los pobladores de los cerros porteños, y por eso se defienden.
Si ellos han levantado sus casas en los cerros recientemente arrasados por el fuego, y si están dispuestos a lo que sea necesario para evitar ser erradicados, no es porque sean irracionales o no sepan lo que es bueno para ellos. Lo hacen porque estiman que vivir ahí les reporta beneficios. ¿Cuáles? Quizás ser parte de la ciudad, o mantener la comunidad a la que pertenecen, o simplemente la vista al mar: no sabemos, pero habría que preguntarles. Sus motivos son seguramente diferentes a los que persiguen los planificadores que pretenden trasladarlos. Probablemente no los sepan expresar en teorías y modelos, y tengan como única explicación su propia experiencia o la de sus antepasados. Pero nada de esto hace que sus motivaciones y argumentos sean menos válidos y atendibles que los de los técnicos.
El tiempo de las erradicaciones se acabó. Cualquier cosa que se haga en Valparaíso tendrá que nacer del diálogo con los afectados, no de la mesa de dibujo de los urbanistas. Lo mismo es válido para las zonas afectadas por el terremoto del norte.