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Editorial
Miércoles 16 de abril de 2014
Dietas parlamentarias
Adoptar medidas para evitar que los recursos destinados a apoyar la labor parlamentaria sean mal usados o se destinen a trabajo proselitista puede ser menos vistoso, pero es más necesario que rebajar las actuales dietas...
Con la intención de establecer un "límite ético", dos ex dirigentes estudiantiles y hoy diputados han iniciado una ofensiva para rebajar la dieta parlamentaria. Como primer paso, presentaron, con el apoyo de otros colegas, una reforma constitucional para eliminar de la Carta Fundamental la actual regulación del tema, según la cual el monto de la dieta debe corresponder al del sueldo de un ministro de Estado. También han anunciado un proyecto de ley complementario, en el que se establecería dicho monto en el equivalente a 20 veces el sueldo mínimo legal. Como hoy la relación es de algo más de 40 veces, el sueldo de los congresistas se reduciría a la mitad, lo que le ha dado cierta espectacularidad a la iniciativa, en un clima social crítico de la actividad política. Aun así, se trata de un proyecto discutible y que no asegura los objetivos "éticos" perseguidos.
La fijación de una dieta parlamentaria constituyó un paso democratizador de nuestra institucionalidad, al facilitar la incorporación al Congreso de ciudadanos de distinta condición socioeconómica y, presumiblemente, de buen valer. Durante décadas los propios congresistas determinaron su valor, y la inflación crónica fue usada para justificar sucesivos reajustes, cuestionados por la ciudadanía. Precisamente para evitar que en adelante los parlamentarios se siguieran fijando a sí mismos sus ingresos, los constituyentes de 1980 resolvieron establecer en la propia Carta Fundamental el monto de la dieta y su equivalencia con el sueldo de un ministro. Aunque los autores del proyecto para reformar esta norma cuestionan dicha equivalencia, es razonable que las más altas autoridades del Estado reciban remuneraciones similares. Ciertamente estas resultan muy superiores al sueldo mínimo o incluso a la remuneración promedio, pero rebajar los ingresos de los representantes populares no solucionará los problemas de desigualdad del país y, en cambio, puede alejar del servicio público a personas capacitadas, cuyo concurso constituye un aporte y a quienes el sector privado puede ofrecer sueldos superiores. La fórmula promovida ahora significaría, además, volver a que sean los propios congresistas los que, vía ley, definan sus remuneraciones, repitiendo la mala experiencia del pasado.
Con todo, cabe reconocer que la propuesta se hace cargo de una cierta insatisfacción ciudadana respecto del modo en que los parlamentarios desarrollan su labor y manejan sus recursos. Algo de esa preocupación ha sido recogido con las reformas al reglamento de la Cámara que sancionan las inasistencias; con todo, no son las dietas -precisamente porque están definidas por la Constitución- el núcleo del problema, sino las asignaciones recibidas por concepto de "gastos operacionales" y "asesorías". Es la discusión de estos ítems la que no siempre se desarrolla con la debida transparencia y donde los mecanismos de control son aún insuficientes, al punto de que esos recursos han llegado a usarse para la realización de encuestas electorales o el pago de operadores políticos. La creación de un Consejo de Asignaciones y un Comité de Auditoría ha obligado a corregir ciertas prácticas, pero aún hay áreas en que las revisiones se limitan a una mera formalidad. Adoptar medidas para evitar que los recursos destinados a apoyar la labor parlamentaria sean mal usados o se destinen a trabajo proselitista puede ser menos vistoso, pero es más necesario que rebajar las actuales dietas.