En una columna anterior recordaba cómo a veces uno dice cosas sin imaginar que ellas le perseguirán por años, pues quedan grabadas en la mente de alguna gente, dándoles lecturas que uno jamás imaginó. En 2009, por ejemplo, fui entrevistado para un documental sobre conflictos medioambientales. Ante un interrogador que me acosaba acerca de los dilemas morales que ellos plantean a los involucrados -como era mi caso-, dije entonces textualmente lo siguiente: "Uno no transgrediría ninguna ética en un mundo feliz donde toda la gente es santa, y donde el pecado original, y todo tipo de pecado, no existen, y todos nos moviéramos por valores y no por intereses. Pero ese mundo, lamentablemente, no existe. Y no existe ni en la derecha ni en la izquierda, ni en los empresarios ni en los trabajadores. Ni en los sindicatos ni en la Iglesia. Tenemos que resignarnos a nuestra condición de seres miserables... Yo actúo y vivo en ese mundo".
Tal afirmación, que yo creía trivial, provocó fuerte impacto. Se alzaron voces indignadas diciendo que no tenía derecho a decir una cosa semejante, pues hay muchos -presumo que se referían a ellos mismos- que se mueven solo por valores, jamás por intereses. La resignación ante un mundo imperfecto, y la confesión de ser un pecador, que yo asumía como un gesto de humildad, fue leída como una cínica expresión de pragmatismo. Cualquier cosa que dijera para explicar el sentido de mis palabras se volvió inconducente. Es imposible argumentar contra quien se siente libre de pecado.
Saco a colación esta historia por lo que ha venido ocurriendo en las últimas semanas con la nominación de autoridades del nuevo gobierno. Como es sabido, después de haber sido seleccionadas y designadas, muchas han debido renunciar porque voces al interior de la Nueva Mayoría han cuestionado aspectos de su biografía que revelarían conductas motivadas por intereses y no por valores. Los desenlaces fatales se han desencadenado por cuestiones muy variadas: un trabajo anterior, una opinión, un pariente, un subsidio, un juicio, un informe, un padre, y así por delante.
Las redes sociales han estado a punto de reventar. Nadie quiere privarse del placer de indagar en las fisuras ajenas. Nadie quiere dejar pasar la oportunidad de mostrarse un duro cuando se trata de denunciar y castigar a los que se han rendido ante la tentación. Nadie quiere quedar excluido de la banda que, en nombre de los valores, dispara hasta tumbar al pecador. Nadie está dispuesto a perdonar ni a tolerar el arrepentimiento, por el miedo a que ello los transforme, también a ellos, en sospechosos.
Todo esto se podría interpretar como la señal de una sociedad que ha elevado sus estándares éticos, y que exige de sus autoridades que los cumplan. Algo de esto hay, no cabe duda, y es positivo. Pero, como en toda caza de brujas, hay también el deseo de depositar en víctimas propiciatorias aquellas miserias que preferiríamos hacer la economía de procesar.
Y hay algo más: el rebrote, en las fuerzas culturales que están detrás de la Nueva Mayoría, de eso que Tony Judt llamara "la enfermedad intelectual del siglo XX": la de "emitir un juicio sobre el destino de los demás" con la autoridad de quien cree "poseer una información exclusiva y perfecta". Este fue el origen del nazismo, del estalinismo y de todos los totalitarismos del siglo pasado. Para las nuevas generaciones esas experiencias son algo lejano; no así para la nuestra y las que nos precedieron. Nosotros sabemos en carne propia que la pretensión de alcanzar un país de santos es la antesala del infierno. De ahí que sería una renuncia imperdonable dejarnos amedrentar por quienes creen en la posibilidad de construir un mundo perfecto.