Desde el primer día, la Presidenta buscó un enemigo. Es una conocida estrategia para que sus partidarios fijen su mirada en el monstruo malo y no en la amazona que se propone derrotarlo. La desigualdad fue la bestia escogida.
Es cierto que la igualdad esencial es un dato que los conservadores afirmamos con entusiasmo, pero también es efectivo que, desde nuestra percepción, todo igualitarismo accidental es una manipulación dañina y perversa. O sea, nosotros distinguimos los planos de la igualdad.
Y nuestros rivales -incluso ellos- nos dan la razón. Cuando la Concertación y el PC hablan de igualdad, lo hacen justamente a la inversa de nosotros; es decir, buscan la igualdad en los detalles, mientras la desprecian en lo fundamental. Por eso, hasta algunos DC se abren a la posibilidad del aborto: el niño que está por nacer no siempre es un igual, pobrecito él.
La desigualdad, entonces, es utilizada como enemigo virtual, aunque en la realidad se presenta como uno de los mayores amigos de la naturaleza humana. Viva la diversidad, viva la creatividad, viva la desigualdad, que es propia de la libertad.
Intentar imponer la igualdad -imaginemos que ese fuera el propósito de Bachelet y de su equipo- es un empeño que siempre chocará con las tres coordenadas de la vida humana.
¿Igualdad en el origen? ¿Dónde? ¿En la cuna, como se suele decir? Entonces no hay más opción que intervenir los genes de los progenitores. Huxley tiene la palabra.
¿Igualdad en el fin? Los igualitaristas no tienen un concepto de fin, porque son relativistas. Nadie menos apto para hablar de igualdad en el fin que ellos. Solo puede concebirse un fin igual para todos si se cree en un sentido común para la especie, si se estima que existe desde fuera un destino al que estamos llamados.
¿Igualdad en los medios? La diversidad, la desigualdad en este plano es lo propio de la democracia como instrumento, pero curiosamente los igualitaristas quisieran suprimir la disidencia e igualarnos a todos en lo opinable. Un solo tipo de educación, una sola salud, unos medios de comunicación formalizados, en fin, esa común medida del pensamiento y de la acción a la que se refería De Rougemont.
Por cierto que se entiende la buena intención del que busca mejorar la condición de quienes tienen menos, pueden menos, saben menos, hacen menos. Pero lo que no se comprende es que, en vez de buscar los caminos para incentivar las potencias de todos los que se encuentran en esas condiciones, se proponga como método la igualación hacia abajo para obtener un resultado mediocre o incluso pésimo.
Un par de ejemplos.
¿Igualdad en los salarios? Por cierto que no. Hay gente que gana mucho y otra que gana poco, pero ¿la Presidenta quiere que todos ganen igual? Obviamente que no. Entonces que no haga fantasías retóricas con la igualdad.
¿Igualdad en el acceso a la universidad? Por supuesto que no. Entonces, que la Mandataria diga con toda claridad que es partidaria de un sistema meritocrático, totalmente contrario a la igualdad. Que lo afirme es un imperativo para detractores y partidarios.
Porque, a fin de cuentas, el dilema no resuelto por esta encantadora alusión a la igualdad es: ¿Cuánta quieren? ¿Cómo se mide? La pregunta es en sí misma algo absurda, porque la igualdad absoluta debiera ser, por definición, siempre total; pero la interrogación vale, porque todos sabemos que eso es imposible, aunque lo hayan intentado, con los más horrorosos resultados, estos y aquellos totalitarismos.
La justicia. Darle a cada uno lo suyo. Dotar a cada uno de los medios para que supere las pobrezas dentro de su propia condición: he ahí un camino apenas explorado para contradecir al igualitarismo.