A menudo uno dice cosas sin medir las consecuencias. Es lo que me ocurrió cuando, en agosto del año pasado, al salir del auditórium de una universidad después de haber hablado en una conferencia sobre ya ni me acuerdo qué, fui interceptado por un periodista que, caminando hacia la salida, me preguntó cómo creía yo que sería despedido el Presidente Sebastián Piñera por los chilenos cuando dejara La Moneda. “Con aplausos”, le respondí; “tibios, pero aplausos al fin”.
Desde entonces, aquella frase —como varias otras pronunciadas en otras épocas— me ha perseguido sin descanso. No hay entrevista que dé donde no salga a colación. Y lo entiendo. Cuando el gobierno que hoy concluye llevaba apenas dieciocho meses, yo había publicado un libro extremadamente crítico a esta administración, “¿Por qué no me quieren?”. Era sorpresivo, por lo mismo, que augurara ahora una despedida con aplausos. Pero creo que en ambos casos tenía razón: el Presidente Piñera no deja La Moneda arropado del cariño de los chilenos —como le ocurrió a quien lo sustituye, la Presidenta Bachelet—, pero sí con aplausos.
Yo me sumo sin complejos a quienes hoy lo despiden con respeto y aprecio. No por los datos económicos que a los gobiernistas hinchan de orgullo, y que en las últimas semanas el Presidente Piñera ha venido machacando con esa impudicia que le es irreprimible. Me parecen mucho más importantes algunos logros que, por obvios, a menudo pasamos por alto a la hora de un balance.
Aplaudo, por ejemplo, que haya roto con la maldición que perseguía a la derecha en Chile después de Pinochet: que no sabía gobernar en democracia. Piñera lo hizo, e impecablemente. La mejor prueba es que su propia coalición perdió en elecciones enteramente limpias.
Aplaudo que condujera a la derecha chilena a dejar de lado el dogmatismo chicagueano, según el cual todo lo bueno viene de la liberalización económica y del desmantelamiento del Estado, y que adoptara sin escrúpulos el pragmatismo concertacionista.
Aplaudo su coraje (ocupo premeditadamente esa palabra, a la que le tiene tanto apego) para tomar decisiones ante crisis de envergadura, como fueron las consecuencias del terremoto y la tragedia de la mina San José. Aplaudo la manera como encaró el caso de La Haya, en que promovió un clima que permitió que una cuestión que pudo ser divisiva se convirtiera en un motivo de unidad nacional.
Pero aplaudo por sobre todo el modo como el Presidente Piñera encaró las protestas estudiantiles. Estas fueron las más masivas de, al menos, el último cuarto de siglo. La probabilidad de que desembocaran en desenlaces fatales era altísima. Basta con observar lo que ha pasado en las últimas semanas en la plaza de Maïdan, en Kiev. A veces basta un gesto ínfimo para que estalle un desborde incontrolable. Si tal cosa hubiese ocurrido —e, insisto, perfectamente pudiera haber sucedido—, el Chile de hoy sería enteramente diferente. Pero no fue así.
Esto fue mérito de todos, cierto: de los estudiantes, de la población, de Carabineros; pero, de modo especial, del ministro del Interior de esa época y del Presidente de la República. Aunque las protestas estudiantiles tenían un origen que iba mucho más allá de su administración, Piñera mantuvo un lenguaje sereno y hasta autocrítico. Contrariando a sus propios partidarios, no cerró las puertas al diálogo, como quedó simbolizado en esa escena memorable y entonces incomprendida, cuando, en plena efervescencia, recibió a los dirigentes estudiantiles en La Moneda la mañana de un sábado.
Por todo eso, yo aplaudo al Presidente Piñera en su despedida. No lo quiero, pero lo aplaudo.