Admito que me desconcertó. Inicialmente no comprendí la lógica de Michelle Bachelet a la hora de seleccionar a sus ministros y ministras. No entendía cuál era su intención. Pero, con las horas, creo haberla comprendido, y lo que he descubierto me gusta, y mucho.
En La Moneda colocó a un trío de ministros respecto de quienes ejerce total autoridad y con los que tiene total confianza, y de ministro del Interior puso a quien ha sido por años su más cercano y leal colaborador. Esto le asegura que actuarán como sus agentes directos, no como embajadores de partidos -como a veces sucedió en los gobiernos de la Concertación-, y que no tienen otra agenda que aquella que coloque la Presidenta. La señal es clara: La Moneda es mi casa, y en esta me rodeo de personas con las que me siento a mis anchas. Parecido a lo que hizo Aylwin cuando colocó a Enrique Krauss, Edgardo Boeninger y a un personaje totalmente desconocido, como era entonces Enrique Correa.
Con la Cancillería y el Ministerio de Defensa dio otra señal contundente: que dado el delicado contexto vecinal que enfrenta Chile, se necesita a cargo de esas carteras a figuras que no necesiten aclimatación y cuyos nombres conciten unidad y confianza a nivel del país, no solo en las filas gobiernistas. Heraldo Muñoz y Jorge Burgos son ese tipo de figuras.
En el área económica fue cautelosa. Designó una dupla joven pero que conoce todos los intersticios de Teatinos 120: Alberto Arenas y Luis Felipe Céspedes. Ambos han desarrollado gran parte de sus carreras profesionales en esas oficinas y pasillos. Saben lo que es sacar adelante proyectos en un entorno democrático, con las negociaciones y transacciones que esto implica. De ahí que sean una señal de garantía en una administración que se propone una reforma tributaria y que asume cuando el entorno económico se vuelve complicado.
Alberto Undurraga en Obras Públicas y Javiera Blanco en Trabajo revelan la confianza en una generación de servidores públicos brillantes. Igual que Paulina Saball y Carlos Furche -a cargo de Vivienda y Agricultura, respectivamente-, que vienen de una generación anterior.
Es en Educación y Energía, sin embargo, donde Michelle Bachelet dio la señal más contundente.
Son materias -todo el mundo lo sabe- que no admiten seguir dándose vueltas en torno al pozo. En ambas hay que adoptar decisiones y emprender cambios sistémicos, pues las reformas incrementales ya se agotaron. Para esto designó a dos personalidades con extenso kilometraje y que generan amplio reconocimiento y convocatoria a nivel nacional: Nicolás Eyzaguirre y Máximo Pacheco. Ambos vienen de la combativa Escuela de Economía de la Universidad de Chile, en calle República. Los dos tienen una vocación política que viene de su época de estudiantes -si no de antes-, y que mantuvieron inalterable desde entonces, en todas las circunstancias y en todas las posiciones que les han deparado sus exitosas carreras profesionales. Ambos poseen la legitimidad y la empatía para encauzar controversias que requerirán de un estrecho diálogo con las contrapartes sociales. Ambos tienen la imaginación para descubrir caminos que no están en el mapa, y el carisma para convocar a seguirlos, sobreponiéndose a las dudas y desconfianzas.
Esas no fueron las únicas señales. Es significativa la designación de ministros nacidos y educados en regiones, y algunos que viven y trabajan en ellas, que retoma una vieja tradición que se había perdido. Lo mismo el alto número de mujeres y de jóvenes, así como la inclusión de figuras que no fueron parte de la Concertación. Es un gabinete inclusivo, que condensa sin complejos la historia, las aspiraciones y el estilo de Michelle Bachelet. Es su gabinete.