Gonzalo Contreras decretó en una sola respuesta apurada en la revista Paula que la literatura chilena era tan gris como ver un viejo programa en un televisor Bolocco. No tengo cara para reprochar ni a Contreras ni a nadie, ser impreciso o injusto. Podría sí reprocharle su falta de originalidad. Las primeras novelas chilenas, panfletos llenos de monstruos, son manifiestos contra la grisalla colonial. A finales de los años sesenta, Ariel Dorfman escribió un largo articulo para reprocharle a la generación de los 50 su planicie (la de Donoso, Edwards), su grisalla sin esperanza. Vicente Huidobro y sus adláteres hicieron lo propio en los años cuarenta. Contra lo mismo se rebelaron los Diez. Augusto D'Halmar y sus amigos se fugaron al campo para beber de la fuente misma de la vitalidad. En medio de esas quejas perpetuas, Sarmiento escribió en Chile el Facundo , y Rubén Darío, Azul .
La idea de que la literatura chilena es gris es un prejuicio que, como todo prejuicio, esconde una verdad: el gris es el color que hemos escogido (quizás porque es la mezcla de todos los otros colores) para contarnos. Se nos escapan Pérez Rosales, los Edwards Bello, los Juan Emar y los Gómez Morel, pero en el centro mismo de nuestro tradición nos espera Federico Gana, González Vera, la mirada gélida de Alone y el "Vaso de leche" de Manuel Rojas. Mucho antes que Carver lo pusiera de moda entre los lectores de Anagrama, bebimos en el colegio los chilenos esta forma de contar sin contar del todo, este pudor ante cualquier inflación verbal o sentimental, tan nuestro como el lirismo desatado de Neruda o el humor quebrantahuesos de Parra o Lihn.
Esa estética y esa ética literarias perviven con todas las mutaciones del caso en muchos autores de hoy, aunque no son ni por mucho las que dominan la escena. El propio Alejandro Zambra, al que al parecer van dirigidos los dardos de Contreras, se burla de sí mismo y de esa estética en Mis documentos , con un saludable brillo. Ni Zúñiga, ni Bisama, ni Meruane son grises, ni se les puede acusar de ver el mundo en un televisor Bolocco, cuando para mi generación Bolocco no es una máquina sino una mujer, que representa justamente todas las desmesuras de las que se puede acusar a mi generación.
Puedo no compartir el juicio de Gonzalo Contreras, pero no puedo dejar de entender la pasión que lo anima. No creo que un país en el que escriben y publican narradores tan distintos y poderosos como Lemebel, Fuguet, Eltit, Mellado, Electorat, Merino, Marín o el propio Contreras tenga una literatura uniforme y gris. Pero no deja de ser cierto que la mayor parte de sus libros caen en un ambiente que quiere pifiar o aplaudir rápido para pasar apurado a otra cosa. No deja de ser llamativo el contraste entre una literatura llena de disidentes, de disconformes, de discutidores y una crítica y una academia enamoradas de la unanimidad.
Un libro puede ser muchas cosas, pero quizás el peor destino que le espera es ser indiscutible. Un libro vive cuando es discutido, polemizado, polinizado como las flores. Fue quizás ese horror a la unanimidad el que me llevó a escribir una crítica lapidaria a La ciudad anterior , cuando las voces autorizadas de entonces querían convencernos de que eso era la única literatura que había que escribir en Chile. Libros bien escritos, literatura limpia y exacta sin golpe de Estado y mariposas amarillas, novelas que son novelas y no otra cosa, en que la violencia es una metáfora sutil para decir sin gritar, chillar o denunciar nada. Sin miramientos le reproché al libro hasta el nombre del protagonista, Carlos Feria. Tenía 21 años, era joven, impetuoso e injusto. Al leer después El nadador me sonrojé descubriendo muchas cosas que me habían gustado en La ciudad anterior , que pasaron a segundo plano ante la urgencia tonta, pero al mismo tiempo humana de negar desesperadamente ese idea de que hay literatura "bien escrita", pulida y perfecta, tan pulida y perfecta como nuestra democracia de los acuerdos. Una literatura y una democracia que nos redimirían del pecado imperdonable de querer, intentar, o buscar más de lo aconsejable.
Conocí a Gonzalo Contreras por entonces, en un Año Nuevo interminable en la casa de Natalia Babarovic. Después de unos segundos de aspereza nos dimos cuenta de que esta no era una pelea personal, que nos caíamos bien. Yo no era nadie, él era famoso. Tengo la impresión que le pareció más comprensible que quisiera de alguna forma distinguirme que sumarme, como la mayor parte de los que ahora niegan haber aplaudido algún libro de la nueva narrativa, al coro de las ranas siempre vencedoras. Tengo la impresión de que comprendió que mi crítica no era contra él, que tampoco era contra su libro sino contra esa unanimidad que es la forma más refinada de la mezquindad chilena, una especie de preparativo para el bullying en patota que le sigue fatalmente.