Hace unas semanas, cuando participaba en un seminario acerca del significado que podría tener para Chile el reciente triunfo de Michelle Bachelet, un cientista político francés aludió en su intervención a los riesgos de caer en la
maladie hollandaise. Lo hallé muy ingenioso. Supuse, desde luego, que estaba aludiendo al peligro de precipitarse en la pendiente de François Hollande, el Presidente de Francia. Este, después de haber ganado cómodamente, en mayo de 2012, al hiperventilado Sarkozy, presentándose a sí mismo como un “Presidente normal”, ha visto desmoronarse dramáticamente su popularidad. Todas las opiniones coinciden en lo mismo: la causa del derrumbe es la imagen de vacilación que lo acosa, lo que va de la mano con una acción gubernamental plagada de marchas y de conflictos abiertos entre los miembros de su gabinete.
Cuál sería mi decepción, sin embargo, cuando descubrí que el cientista político en cuestión se refería a lo obvio, a lo que en castellano se conoce como la “enfermedad holandesa”, término acuñado para referirse a los efectos fatales que puede tener sobre la industria de un país un crecimiento desmedido de los ingresos provenientes de la explotación de sus recursos naturales.
No obstante mi frustración, me quedé pensando que la maladie hollandaise, esa idea que le vino a una mente tortuosa como la mía, puede ser tanto o más peligrosa que aquella de origen económico.
Hay un video en YouTube que muestra a Hollande diciendo “
c’est pas facile” en las más diversas ocasiones y a raíz de circunstancias totalmente diferentes entre sí. Es para desternillarse de la risa. En Francia es un hit. Lo que refleja justamente aquello de lo que se acusa a Hollande: una incapacidad, que ya se da como congénita, para adoptar decisiones, para zanjar entre opciones incompatibles; en otras palabras, para imponer el tipo de autoridad que se espera de un Presidente de la República.
La cuestión ha llegado a tal punto que la revista Le Point, en noviembre pasado, colocó en su portada las imágenes enfrentadas de Freud y Hollande, y el título siguiente: “¿Puede cambiar? Hollande visto por los psicólogos”. Buscando descifrar sus palabras, gestos y equipos, el artículo intenta develar el enigma que explica que mientras el país exige acción y definiciones, Hollande permanezca paralizado, refugiándose en un permanente esfuerzo de conciliación.
Los expertos en la maladie hollandaise —que en Francia son multitud— han creído interpretar que, en su mensaje a la nación con ocasión del nuevo año, François Hollande quiso terminar con lo que está en la base de la misma: el dilema entre una línea “social-demócrata” y una “social-liberal”. Sostienen que sus palabras de ese día confirman que finalmente optó por la segunda opción, aquella que estaría más cerca de lo que fueron un Schröder o un Blair, que con la tradición socialista francesa. Así se leyeron sus anuncios de un mayor rigor fiscal, de un alivio impositivo y, sobre todo, su llamado a los empresarios para alcanzar un “pacto de competitividad”, lo que implica reconocerles un rol central en el relanzamiento del país.
Quizás esa lectura de los expertos no sea más que un
wishful thinking, y lo de Hollande tenga que ver menos con un dilema ideológico y más con un problema de personalidad. Como dice el neuropsiquiatra Boris Cyrulnik, consultado por Le Point, “no le falta voluntad, pero le estorba un exceso de escrúpulos” y “un sentido del matiz que manifiestamente le juega malas pasadas”. Vaya a saber uno. Lo importante es estar prevenidos, para no coger la maladie hollandaise.