La obra aún no termina. Estamos en el entreacto. Pero es imposible sustraerse de la tentación de extraer conclusiones de los resultados de la primera vuelta presidencial y de la elección parlamentaria (17-N), aun a riesgo de arrepentirse cuando la obra haya concluido.
En Chile ya es tradición hablar de “un Transantiago” cada vez que una política pública anunciada con bombos y platillos no cumple con lo prometido o derechamente fracasa. La reforma que instauró la inscripción automática y el voto voluntario cae exactamente en esa categoría. No importa si su justificación intelectual surgió de los cientistas o de los actores políticos —los primeros obviamente culpan a los segundos—: lo importante es que lo que ella prometió no se ha cumplido. Recordemos que ella fue presentada como el remedio para la declinación de la participación electoral, en especial en el caso de los jóvenes. La tesis se puso a prueba por primera vez en la elección municipal pasada, donde se produjo una abstención récord. Pero esta evidencia no era definitiva: faltaba ver qué pasaría en una elección presidencial y parlamentaria. Ahora lo sabemos: se batió un nuevo récord. Los más optimistas esperan que esto se revierta en la segunda vuelta, pero no se ven los motivos. Todo indica, más bien, que la inscripción automática y el voto voluntario son “un Transantiago”.
¿Cuál es la demanda —o, mejor dicho, la pulsión— que se esconde detrás del abstencionismo? Están los que afirman que ahí anida una fuerza antisistema; un ímpetu tan radical que rechaza acercarse a un local de votación, pues no quiere contaminarse con esta institucionalidad de pacotilla. Su campo de lucha son las calles —se afirma—, no los recintos electorales; su aspiración es la revolución, no las reformas. Me temo que esta lectura está totalmente errada.
La inscripción automática y el voto voluntario tienen la virtud de que la ciudadanía puede expresar en forma transparente, sin presión de ningún tipo, lo que está dispuesta a invertir para cambiar el estado de cosas en que vive. Si se abstiene, el mensaje es claro: está conforme o, si se prefiere, su disconformidad no tiene la potencia como para empujarla a votar —como sucedió, por ejemplo, en el plebiscito de 1988—, y mucho menos para salir a las calles a protestar. Si es adhesión o resignación, poco importa: lo que revela el abstencionismo es una menguada voluntad de trastocar el sistema. En este sentido, si alguien pensó —y algunos lo hicieron— que Chile había entrado a una situación prerrevolucionaria, con una ciudadanía que sentía que no tenía nada que perder sino sus cadenas, es hora de que lo reevalúe.
La amplitud de los movimientos sociales de protesta, el inesperado impacto de la conmemoración de los 40 años del golpe militar, sumados a la escasa popularidad del Gobierno y las dificultades de la candidatura oficialista, habían creado la idea de que Bachelet y la Nueva Mayoría obtendrían un triunfo sin precedentes. Los resultados del 17-N estuvieron lejos de confirmar tales pronósticos. Estos no estuvieron demasiado lejos de las marcas históricas, lo que confirma la estabilidad de las preferencias electorales de los chilenos.
Lo que se concluye del 17-N es que la ciudadanía respalda mayoritariamente la idea de cambio que representan Bachelet y la Nueva Mayoría, pero su ánimo está muy lejos de aquel que está dispuesto a embarcarse incluso en una aventura con tal de dejar atrás un orden de cosas que ya le es inaguantable. Pero insistamos en que estamos recién en el entreacto: la lectura sería diferente si Bachelet logra en segunda vuelta una votación, digamos, superior al 55%.
La incógnita, crucial para el curso que tome el país en los próximos años, se resolverá en pocos días.