Una tos. Un embudo. Un tragaluz. Una destilería. Una ventana. Un galpón. Una cama. Planos fijos, pulcros, seguros, que traducen en segundos un aire de herrumbre y decrepitud, un ambiente de drama interior y privado. Es la marca de fábrica del novísimo cine chileno, más novísimo en este caso porque se trata del proyecto de título de Ignacio Rodríguez, egresado de la Universidad del Desarrollo y guiado, para estos efectos, por el profesor Fernando Lavanderos, que este año estrenó la muy introspectiva Las cosas como son.
Aquí se trata de Eladio (Jaime Vadell), un sep¬tuagenario que vive y trabaja en una destilería donde produce el licor “La Chupilca del Diablo”, bautizado en honor a la incierta historia según la cual los soldados chilenos de la Guerra del Pacífico asaltaron en 55 minutos el Morro de Arica con el estímulo de un brebaje de vino tinto, harina tostada y pólvora. Lo de Eladio no es una chupilca, sino un aguardiente de 50 grados que ofrece en botellas usadas, con su propia etiqueta y con una clientela que se ha esfumado, nunca se sabe por qué ni nunca se sabe cuándo.
Eladio es un solitario y un obstinado. Rompió con su familia hace décadas, defendiendo su negocio, y se niega a vender su terreno para una inmobiliaria que le propone ofertas jugosas. Aun así, concurre con su ex mujer (Carmen Barros) a la noche familiar de Navidad en la casa de una hija también sola (Francisca Imboden), que le ha proporcionado un nieto, Javier (Camilo Carmona), igualmente solo.
El relato transcurre entre la Navidad y el Año Nuevo del 2011, una semana en que la soledad se puede volver dickensiana. Después de despedirse de su empleado José (Eugenio Morales), Eladio recibe como trabajador “a prueba” a su nieto Javier, que será quien le revele la obsolescencia de su producto, la iniquidad de su trabajo y, en fin, su propia decrepitud.
Siempre es un deleite ver de nuevo a Jaime Vadell, uno de los grandes entre la más grande generación de actores que haya tenido Chile, y un agrado ver a Carmen Barros, cuya delicada belleza lo soporta todo. Ignacio Rodríguez merece un aplauso por estas elecciones.
Pero es oscura la moral de esta película. La protesta de Javier contra la inutilidad de la destilería, ¿significa que el vetusto Eladio debería renunciar a su trabajo, abrazar la modernidad y dejarse morir? ¿Significa un desprecio contra lo que el mercado está empujando a un costado de la vida? ¿Significa aceptar por mano propia –como se puede entender en un siniestro momento cercano al final– su obsolescencia? ¿O solo representa otra pataleta adolescente de un joven en busca de padre? ¿Con quién de los dos solidariza la película, en qué verdades cree frente a unas disyuntivas tan tremendas, tan exigentes?
La chupilca del diablo no es nada de clara en esto, como no lo es buena parte del cine chileno novísimo, con su repertorio de protestas ahogadas, ambiguas y sobre todo privadas.
La chupilca del diablo. Dirección: Ignacio Rodríguez. Con: Jaime Vadell, Camilo Carmona, Eugenio Morales, Carmen Barros, Roberto Farías, Francisca Imboden. 100 minutos.