En los asuntos judiciales es indispensable tener una “teoría del caso”, que sea convincente, simple, redonda, en la que las distintas alegaciones y pruebas calcen. Hilarla bien puede marcar la diferencia entre ganar o perder en los distintos tribunales, y no sólo en los asuntos penales. En lo social también necesitamos, para integrarnos en acciones grandes o pequeñas, coincidir en una visión de los hechos y del deber ser, compartir un relato, creernos el mismo cuento.
Chile, como otros países, ha vivido etapas con fuertes relatos en blanco o negro, sin espacios grises. El quinto de la población que en los 70 ya era adulta puede, desde el presente, comparar intensidades y alcances muy distintos en la movilización social. Estuvimos inmersos, por una parte, en el devenir de la Unidad Popular, su postura socioeconómica, su alineación internacional y su combate al imperialismo; esa visión atizó a las masas que marcharon multitudinariamente en las ciudades y que llegaron a los campos como fuerza de trabajo voluntaria dirigida a paliar carencias agrícolas y desabastecimientos.
A la vez, en sentido opuesto, otras multitudes igualmente apasionadas se volcaron al combate al gobierno de la Unidad Popular, a su ideología y sus amenazadoras consignas, a sus no dialogados cambios socioeconómicos, a sus temidas expropiaciones, y a su radical viraje hacia el ámbito de influencia del este europeo en las alianzas internacionales; muchas personas, incluidas las del círculo de cuello blanco, no titubearon en golpear airadas cacerolas marchando o hasta colgando despeinadas desde los balcones de sus casas, con genuina furia y desesperación.
Era más fácil en ese contexto identificarse con uno u otro lado; cada uno contaba con un fuerte, simple y redondo relato. Luego vino el golpe militar y la dictadura, y también fue fácil estar con ella o contra ella, no cabían medias tintas.
Llegó después la transición, que nos permitió pasar desde la tensión extrema -en que las vidas estaban en juego- a un camino relativamente pavimentado, en el que debían prevalecer las negociaciones y en el que se abrían los nuevos caminos judiciales y comunicacionales. Se desperfiló el relato de unos y de otros, la autodefensa psicológica mitificó episodios y sepultó recuerdos, y nacieron historias híbridas en las que muy pocos admiten errores y malas decisiones personales.
No creo deba extrañarnos que hoy muchos se marginen del debate político macro y sólo se ocupen de sus reclamos y demandas contingentes, sin insertarlas en un proyecto integrado de país, en un relato dirigido al futuro y dependiente de la sostenibilidad de nuestros recursos y de la inclusión social sin discriminaciones. Seguramente la gente intuye que, con o sin ella, no cambiará trascendentemente la marcha del país, y que nuestras definiciones culturales, o sí o sí, se seguirán mimetizando con las de los habitantes de las demás economías de mercado, sean éstas más o menos sociales, más o menos asistenciales, capaces de otorgar un pasable discreto bienestar a una mayoría importante.
En el escenario de esa cierta comodidad, parece hacerse ajeno a cada uno, y perder urgencia, el rescate de quienes siguen quedando atrás, sin suficiente educación, sin buena cobertura de salud, sin pensiones de vejez que permitan sobrevivir con dignidad “lo que queda del día”.
Sin embargo, esas carencias no deben sernos ajenas ni son postergables, acusan desatención del mandato dominante de nuestra Constitución Política: el Estado está al servicio de la persona humana, a lo que por lógica deben seguir algunos corolarios como las exigencias de ética y responsabilidad sociales en la conducta de todos los agentes económicos, públicos y privados, los que no podrían colocarse en situación de privilegio o abuso frente a las necesidades básicas de los seres humanos.
Desde esta perspectiva es necesario, por ejemplo, modificar criterios anti humanos que permiten que caduquen los seguros de vida y de salud (cuestión absurda) a los setenta y cinco años o que no se cubran adecuadamente las enfermedades preexistentes. No es ético ni constitucional, aunque sea práctico, preferir la rentabilidad de una isapre, u otro tipo de aseguradora, a la salud de un ser humano. Afortunadamente, el acceso creciente al Tribunal Constitucional de Chile ha dado pábulo a algunos cambios en relación con políticas discriminatorias y volcadas excesivamente a la rentabilidad de las isapres, como el alza anual de los planes y los recargos a las mujeres fértiles.
Así, hay varias otras tareas pendientes que ligan el desarrollo económico al desarrollo institucional dirigido a lo humano. Son grises, difusas, pero sin cumplirlas no alcanzaremos el desarrollo, ni seremos cívicamente avanzados.
Clara Szczaranski C.Decano Facultad de Derecho Universidad Mayor