Cuando se emprenden viajes largos, el camino suele hacerse un tanto tedioso y surge la tentación de tomar un atajo. Como país, nos ha ocurrido varias veces. En 1924 -y luego de muchos años de difundir un diagnóstico deprimente de nuestra realidad, que hoy sabemos cuán errado era-, se abandonó el camino que traíamos para tomar por una senda novedosa, marcada por el estatismo.
Se postuló la necesidad de la protección social y del fomento económico, ambos aspectos que se venían desarrollando con fuerza desde décadas antes. Se comenzó por dictar la Constitución de 1925. El resultado fue un crecimiento gigantesco de la administración pública y un sistema de privilegios que beneficiaron a los más fuertes: sindicatos, gremios empresariales y profesionales, burocracia pública y mundo político, que se concertaron y repartieron los beneficios del sistema a costa de la mayoría que no tenía capacidad de presión. Este atajo nos llevó al subdesarrollo y nos dejó incapacitados de aprovechar el rápido desarrollo tecnológico, social y económico del mundo, con todas sus secuelas de postración para los chilenos.
Esto motivó la búsqueda de un nuevo atajo a partir de 1964: la revolución. Nuevamente el diagnóstico cargó las tintas: había que cambiar las estructuras. En el lenguaje de entonces, significaba prescindir de todo lo existente y partir de cero. Se ofrecía tener un país reluciente al cabo de 10 años, mediante la acción de una minoría iluminada por la ideología. No duró tanto el país. Se destruyeron las instituciones políticas y jurídicas, la economía y, sobre todo, la convivencia: no quedó más recurso que pedir la intervención militar para terminar con el desastre.
A partir de ese punto comenzamos un camino que no ofrece facilidades, sino metas posibles mediante el esfuerzo de todos sostenido en el tiempo. Ahora, cuando comienzan a palparse sus bondades, nuevamente reaparecen la prédica negativa y el afán de cambiarlo todo: es la cultura del atajo que rechaza lo positivo.
El camino es latero, ¡qué duda cabe!: arreglar una tuerca por aquí y otra por allá; dar la vuelta a la loma y vadear el estero. Pero es el camino de todos y para todos; tiene la belleza de los espinos, los quillayes y los cactus (es lo que hay). Tampoco requiere de iluminados que monopolicen la conducción. La disyuntiva es perdurar por la huella polvorienta que permite avanzar y transitar a todos, o tomar por el atajo de las reformas deslumbrantes que hacen del pasado su ídolo y del fracaso, su destino.