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Editorial
Jueves 25 de julio de 2013
Iniciativa popular y plebiscitos
Postular plebiscitos para dirimir conflictos sociales presume que la democracia representativa no funciona bien y cuestiona la legitimidad de la clase política. ¿Es fundado sostener que ese es el caso de Chile hoy?...
Con motivo del lanzamiento del libro "El otro modelo", redactado por integrantes de su comando, la candidata presidencial Michelle Bachelet subrayó el papel de los partidos políticos como elemento esencial para el funcionamiento de una democracia sana y estable, pero añadió la conveniencia de introducir mecanismos de participación directa, tales como plebiscitos y referendos e iniciativas populares de ley.
Con distintas modalidades e impulsores -como se verá- del más variado espectro ideológico, este afán ha sido recurrente en nuestra política. Ya en 1964 el proyecto de reforma constitucional -que no prosperó- del Presidente Jorge Alessandri planteaba que los constantes desacuerdos entre el Congreso y el Presidente de la República hacían conveniente que el pueblo resolviera dichos conflictos mediante plebiscitos. Y en 1969 el entonces Presidente Frei Montalva dio a conocer su propuesta de reforma constitucional -que se convirtió parcialmente en la Ley N° 17.294, de 1970-, que entre otras enmiendas postulaba el plebiscito y la instauración de la "Ley Programa" (idea que no se aprobó), para que el Presidente pudiera presentar al Congreso las bases directrices de su programa presidencial, refrendado por el pueblo como resultado de la elección respectiva, dándole una suerte de cheque a favor para eludir la necesaria sanción del Congreso.
Los rechazos que suscitó este tipo de fórmulas fueron el fruto de ponderar sus gruesos inconvenientes para la solidez de una democracia representativa sobre bases sanas. Generar figuras de "democracia directa" significa, en la práctica, una ampliación desmesurada de los plebiscitos, para eludir el proceso parlamentario, con sus prudentes contrapesos, que resguardan los derechos de las minorías y también evitan que, invocando una supuesta o amañada mayoría, ciertos grupos mínimos, pero bien organizados, puedan presentarse como sus personeros. Hoy abundan los ejemplos de ese esquema en los regímenes latinoamericanos de corte chavista o similar.
Contemplar un componente de decisión directa en las definiciones públicas puede admitirse como excepción a la democracia representativa, limitada a situaciones y ámbitos muy circunscritos; pero expandirlo a toda suerte de materias es entregar la conducción de los asuntos públicos a las manipulaciones de aquellos pocos que decidirán qué, cuándo y cómo se consulta. Lo que se presenta como "democracia profundizada" deriva, en realidad, en una democracia solo aparente, pero vacía de las voluntades reales de la población supuestamente consultada.
Con todas sus imperfecciones, que nadie ignora, pero que pueden corregirse por vías institucionales, es incomparablemente mejor para una sociedad libre preservar una democracia como la nuestra, en que el Congreso es la instancia en que se confrontan y debaten las diversas visiones sobre los asuntos públicos, a cuyo respecto resuelven representantes elegidos. En eso radica la esencia del gobierno democrático. Ejemplo clásico de lo contrario es, mutatis mutandis , el régimen de Luis Napoleón Bonaparte, que mediante mecanismos parecidos pasó de Presidente elegido a emperador vitalicio.
Con prudencia, nuestra institucionalidad reserva el referéndum -una solución sin matices- solo para reformas constitucionales en que haya un extremo desacuerdo entre Congreso y Presidente. Postular plebiscitos para dirimir conflictos sociales presume que la democracia representativa no funciona bien y, además, cuestiona la legitimidad de la clase política. ¿Es fundado sostener que ese es el caso de Chile hoy?