Mejor "comenzar con una hoja en blanco", describía el ex Presidente Ricardo Lagos la tarea de pensar una nueva Constitución. Extraña opinión en labios de quien, junto con Patricio Aylwin, ha sido el Mandatario más históricamente consciente (y el más leído) que ha tenido la nueva democracia. Es de suponer que no es más que un desliz involuntario, ya que no puede ignorar -y tiene una trayectoria de testigo- que sería la mejor receta para una catástrofe. No es desde luego lo que él y otros presidentes realizaron a partir de 1990. ¿Le ha ido tan mal al país?
La fuente más racional de la crítica a la Constitución actual -que ha sido un camino antes que un texto sagrado- está ciertamente en el plebiscito de 1980, llevado a cabo con escaso debate abierto y en condiciones inadmisibles en lo que se refiere a la supervigilancia del acto electoral. La forma de la aprobación de la Constitución de 1925 no sería hoy aceptada; en la segunda mitad del siglo XX se exigía mayor celo republicano. Sigue siendo el pecado original de la Constitución actual, por transformada que esté en relación con lo que se votó 33 años atrás. Para colmo, gran parte de sus cláusulas transitorias estaban al servicio de un hombre, en un dejo de concepción del Estado patrimonial, barriendo con el impersonalismo de la tradición chilena y de la democracia occidental. Ello comenzó a esfumarse con la derrota de Pinochet en el plebiscito.
Sin embargo, en todo el proceso de los dos plebiscitos, de 1988 y 1989, que comienza desde el momento en que ya sea por presiones externas e internas, por la evolución de la izquierda chilena y por la necesidad de los partidarios del régimen militar de legitimar las reformas originadas en los años anteriores, hubo una negociación tácita primero, al establecerse procedimientos de corrección para la campaña del "Sí" o del "No", o para el recuento de votos; y negociaciones de verdad después de aquel, sellado por el segundo plebiscito, el 30 de julio de 1989, cuando hubo convergencia y pacificación del país. No se dio solo porque "no quedaba otra", sino también porque se pretendía recoger los elementos positivos que tenía la Carta de 1980.
En efecto, esta en parte fue el producto de la cosecha de experiencias con problemas en la Constitución de 1925, ya reclamados por Carlos Ibáñez, Jorge Alessandri y Eduardo Frei Montalva, y por algunos constitucionalistas que participaron en su redacción, como poner en línea la separación de Estado y sociedad, distinguiendo entre lo político y lo económico, por ejemplo, adoptando prácticas de las democracias modernas. Jorge Alessandri fue un protagonista de este esfuerzo.
Toda la historia político-constitucional desde 1990 hasta 2005 -la llamada "Constitución de Lagos"- consistió en el esfuerzo por depurar de su contenido moderno y democrático, sensato también, todo lo que tenía de circunstancial y con apellido. Cierto, persistía lo del binominal -que ahora es más bien un chivo expiatorio, pues los quórums tienen antecedentes en otras democracias-, y la derecha y no pocos parlamentarios de la Concertación arrastraron los pies porque el sistema les era funcional.
Ahora, por eso que se llama "presión de la calle", a la que se sobredimensiona, se pretende volver a fojas cero, en entusiasmo carnavalesco, escudándose en la inextinguible tentación de creer que las leyes crean el orden perfecto. La creencia autoinducida de que se está en crisis, inherente a la izquierda; y el descalabro interminable de la derecha, autoinducido también, precipitan manotazos de soluciones. Algunas quizás inteligentes, poco digeridas en todo caso. Chile, ¿merece una hoja en blanco?