Tiene 40 años. Es la primera profesional de su familia. En su trabajo es respetada y recibe una buena remuneración. Se casó joven. Su marido, Edgardo, fue su ayudante en la universidad. Tienen dos hijos, un varón y una niña, ya adolescentes. El primero acaba de entrar a la universidad. Tiene un hermano dos años menor, del que es muy cercana. Su padre falleció, pero su madre está bien. No tienen una relación estrecha, aunque le prestó una ayuda invaluable cuando sus hijos eran chicos. Hace dos años adquirieron un departamento en el barrio donde siempre habían querido vivir: Ñuñoa. Se llama Carmen.
En marzo pasado, un domingo, se reunía al almuerzo toda la familia. Los acompañaba el hermano de Carmen. Esta de pronto se paró y pidió silencio. "Tengo algo importante que contarles", dijo. Brotaron las bromas: "¿Estás embarazada?" "¿Te enamoraste de otro?" Cuando se impuso el silencio, Carmen habló. "Cuando tenía ocho años, los domingos iba siempre a casa el hermano menor de la mamá, el tío Agustín. A mi padre no le gustaba, pero ella lo protegía: decía que había tenido muy mala suerte en su vida. Después de almuerzo, ellos se encerraban en su habitación a dormir la siesta y yo me quedaba sola con él viendo televisión. Un día me abusó. No una, sino muchas veces durante muchos años. Traté de contárselo a mi madre, pero entre que no me pescó y que me dio vergüenza, opté por callar. No sabía si lo que me hacía el tío Agustín estaba mal o bien. Si yo realmente lo rechazaba o si en verdad lo buscaba. Si él se aprovechaba o de verdad me quería. Me empezaron a asaltar la culpa y la vergüenza. Quería cortar pero no podía. Hasta que, al cumplir los 12 años, me incorporé a un club de natación que entrenaba todos los domingos. El tío Agustín se ofrecía a recogerme, pero lo rechacé. Ahí creo que mi padre sospechó algo, aunque nunca me dijo nada. Tampoco mi madre. Opté por silenciarlo y olvidarlo. He salido adelante a pesar de esta herida, lo que me pone orgullosa. Bueno: ¿por qué se los cuento ahora? Porque presenté una demanda contra el tío Agustín. El caso se hará público, y es mejor que lo sepan por mí".
Reinaba un silencio sepulcral. El primero que reaccionó fue Edgardo. "Me duele lo que cuentas y no haberte acompañado. Pero, ¿por qué hacerlo ahora? Has conseguido todo lo que deseabas. Nos tienes a nosotros. Entiendo que te siga doliendo, pero entonces anda al psicólogo, no presentes una denuncia judicial. Estás poniendo en juego el nombre y el bienestar de toda nuestra familia. Piénsalo mejor, te lo ruego". Luego habló el hermano de Carmen. "Lo que cuentas es algo que en algún lugar de mí lo sabía, pero que no me atrevía a recordar. Pero Edgardo tiene razón. No sigas sufriendo. Y no hagas sufrir a la mamá: no creo que ella pueda soportarlo. Cuida a tu familia, que es lo más importante que tienes. El tío Agustín es un pobre diablo, un fracasado, con casi 80 años. ¿Acaso te vas a sentir mejor si lo metes a la cárcel?"
Los hijos miraban. Carmen, quedamente, levantó la voz. "No, yo no quiero que vaya a la cárcel. Ni que me pida perdón. No lo hago por eso. Lo que he sufrido nada podrá repararlo. Lo hago porque yo lo necesito. Para sentirme digna. Para legarles a ustedes, mis hijos, esa dignidad que yo no tuve. Sé que hay riesgos; pero más los hay si dejo que eso me siga corroyendo internamente. Y a ustedes. Si no lo he encarado antes, es porque no me sentía preparada. Ahora sí lo estoy. Ahora puedo. Ya no hay vuelta atrás". Sus hijos la abrazaron, y se escuchó la voz del mayor diciendo "Estamos contigo". Luego se sumaron los otros dos.
La adhesión que obtuvo Michelle Bachelet en las exitosas primarias del domingo, con su llamado a una nueva Constitución, un nuevo sistema de educación y un nuevo pacto tributario, me hizo recordar la historia de Carmen. Como ella, Chile también siente que ahora puede; que está preparado para encarar abusos que aún no han sido superados, y que confía en ella para guiarlo en un proceso que sabe difícil, pero que ya no quiere posponer.