No son muchos los temas en los que los cuatro candidatos presidenciales de la Concertación concordaron en su debate televisivo, pero uno de ellos es en la conveniencia de elevar la carga tributaria sobre las rentas de las empresas, ya sea incrementando la tasa del impuesto de Primera Categoría -que ya fue alzada desde el 17 al 20% el año pasado- o poniendo fin al llamado FUT, mecanismo que difiere el pago de una parte de los impuestos sobre las utilidades generadas por las empresas, hasta que ellas son efectivamente repartidas a sus socios. Dicha reforma parece haberse transformado en una suerte de consigna para transmitir la intención política de avanzar hacia una sociedad más igualitaria.
Argumentos se han esgrimido muchos. Se sostiene que en Chile los impuestos son proporcionalmente más bajos que en el promedio de los países de la OCDE, ya sea ahora o cuando tenían un ingreso semejante al nuestro. Que la estructura tributaria chilena -debido al tratamiento favorable al ahorro de las empresas- no es suficientemente progresiva, lo que resta eficacia a la lucha contra la desigualdad. Que las necesidades de inversión social -por ejemplo, en educación- requieren ampliar los ingresos permanentes del fisco, hoy muy dependientes del precio del cobre. Incluso, que el aumento tributario sería inevitable, para corregir el déficit presupuestario que dejaría la actual administración.
Naturalmente, no hay candidato que se atreva a proponer subir los impuestos a la renta de las personas naturales, en circunstancias de que ellos recaudan en Chile -en relación con el PIB- cuatro veces menos que lo observado en los países de la OCDE, debido a que entre nosotros más del 80% de los contribuyentes está exento. Tampoco se oye hablar de aumentar el IVA -que en varias economías europeas es del 21%- o de eliminar sus exenciones. Desde luego, una decisión seria de construir un Estado de Bienestar en Chile, con una carga tributaria tan alta como la que se estila en ellos y debidamente progresiva, requeriría considerar tales opciones, con sus méritos y deméritos.
En cambio, parece más fácil recurrir a recargar de gravámenes a las empresas. Pero en Chile estas ya destinan el equivalente a 5,3% del PIB al pago de impuestos, lo que en los países de la OCDE es solo 2,9%. Es cierto que en muchos de ellos la tasa estatutaria de impuestos a las empresas es más alta, pero por sus numerosas excepciones terminan recaudando menos. Chile ha hecho bien en mantener esa tasa a un nivel moderado, porque así estimula el emprendimiento y la inversión. Irlanda y Singapur, dos de las economías que se cuentan entre las más exitosas de las últimas décadas, mantienen para sus empresas impuestos de 12,5 y 17%, respectivamente.
La estructura tributaria chilena estimula el ahorro, permitiendo que las utilidades retenidas por las empresas no sean consideradas en la renta de sus socios sino hasta ser repartidas. A resultas de ello, se estima que las empresas reinvierten cerca de 70% de las utilidades y generan entre la mitad y dos tercios del ahorro privado. Se calcula que los ahorros acumulados son ya cercanos al 90% del PIB, y su contrapartida contable es el FUT. Aunque esa abultada cifra pueda despertar los apetitos de muchos políticos, sería un error garrafal suponer que esos recursos están empozados y disponibles. Los dineros del FUT sustentan la reconocida fortaleza patrimonial de nuestras empresas y bancos, financian su inversión productiva y la correspondiente creación de fuentes de trabajo. Son entendibles las aspiraciones de los candidatos, pero sus planes no pueden financiarse a costa de los ahorros y las inversiones que Chile necesita para seguir progresando.