Ocurrió en el Primer Encuentro Nacional de Comercio. Allí Felipe Larraín -con ese tono suyo que no se sabe si es llaneza o simpleza, sencillez o falta de reflexión- comentó las propuestas de algunas candidaturas presidenciales:
"Detrás de la caída de la inversión -advirtió- están, en forma importante, los anuncios que están haciendo los candidatos de la Concertación y del Partido Comunista".
Larraín se refería al debate sobre la asamblea constituyente, la AFP estatal y la reforma tributaria. Estas cosas, agregó -mientras el power point mostraba un empresario al que una mano tomaba de los pies para ponerlo de cabeza y vaciar sus bolsillos- elevan la incertidumbre. El ministro sugirió así que había ciertas cosas que era mejor callar porque el solo costo de decirlas no valía la pena.
Lo único que faltaba.
Resulta que ahora los límites del debate democrático están dados por la economía o, peor todavía: por la economía según Larraín. Qué cosas pueden ser propuestas o discutidas, qué proyectos merece la pena considerar en medio de la deliberación democrática, si acaso habrá que subir o no los impuestos o reformar la Constitución, es decir, todas las cosas que en una sociedad abierta se discuten cada cierto tiempo, especialmente cuando se trata de elecciones presidenciales, poseen, según acaba de advertir Larraín mientras manipulaba un power point frente a un grupo de comerciantes, unos límites mudos e invisibles que es mejor no traspasar, porque si se traspasan, la incertidumbre aumenta, la inversión se inhibe y el bienestar cae.
¿Es cierto todo eso?
No, no es cierto.
Desde luego, la idea que la certidumbre, es decir la capacidad de prever las consecuencias de nuestras acciones y disminuir la sombra del futuro, es un valor final al que todo lo demás debe subordinarse, carece de sustento. Es una mala generalización de algunas afirmaciones de la economía neoinstitucional. Durante la dictadura, por ejemplo, la certidumbre era un valor realizado en alto grado. Cada uno sabía exactamente a qué atenerse, todo era altamente estable y no había siquiera un pálido remedo de debate o de diálogo abierto. ¿Significaba eso entonces que la vida en común era mejor? No, en absoluto. Y es que en la vida social las reglas se juzgan no solo por su estabilidad, sino también, y sobre todo, por su contenido y por su grado de justicia. Una sociedad democrática no sólo se interesa por tener reglas firmes y estables, también se interesa por tener reglas justas que atiendan a los intereses de todos y que, por eso, todos se sientan obligados a respetar.
Así entonces, el argumento de Larraín -quizá llamarlo argumento sea excesivo- es falaz.
Es propio de la democracia introducir incertidumbre, abrir las puertas del futuro, discutir lo que, hasta ahora, se tenía por una verdad bien establecida. Gracias a ella, las personas disponen, siquiera cada cierto tiempo, de la posibilidad de discutir cómo debiera ser el mundo que tienen en común para que, de esa forma, la vida no consista en un guión que cada generación simplemente recibe de la otra, sino un libreto en el que cada uno tiene la posibilidad de escribir siquiera algunas líneas. La democracia es un ejercicio de libertad y la libertad equivale exactamente a lo que la economía según Larraín teme: a la incertidumbre.
La intervención de Larraín ante ese grupo de mercaderes esgrimiendo un power point , reveló así uno de los peores rasgos del espacio público chileno tal como se ha configurado en las últimas décadas. La idea que el orden social tiene unos límites mudos e invisibles que no conviene traspasar y que el custodio de esos límites es la economía como la entienden, claro, personas como Larraín.
Inaceptable.
Larraín tiene todo el derecho de argüir que algunas ideas son malas y no permiten alcanzar lo que prometen. A lo que no tiene derecho es a pretender que la economía provee de argumentos finales para excluirlas del debate democrático.