Como bien se ha dicho, vivimos no una época de cambios, sino un cambio de época. Con el fin de la Guerra Fría, quedaron atrás un siglo largo (el XIX) y otro corto (el XX), según lo han caracterizado Hobsbawm y Habermas. Hoy no se divisan horizontes -ni siquiera utópicos- más allá de la intuición, crecientemente compartida, de que quizás se avecina para la humanidad el fin de una etapa milenaria que se remonta hasta los comienzos de los registros escritos.
En la historia no se dan cortes abruptos y definitivos. Las transformaciones que conlleva el actual cambio de época se venían gestando desde antes de los años 1989-1991, que marcan el término de la Guerra Fría. Las grandes mutaciones de hoy y del tiempo por venir tocan a las posibilidades de información y comunicación, la extensión de la vida humana, los sistemas dominantes de producción y consumo, la demografía, las modalidades del trabajo y descanso. Tales cambios todavía corren paralelos con los modos de antaño, aunque estos van quedando rezagados.
En el plano de la política democrática, existe la percepción de que el sistema de representación ciudadana por medio de los partidos políticos que prevaleció en la época que va quedando atrás se halla en grave crisis. Todavía está en pie, por cierto, pero como un árbol seco; eso sí, aún no se configuran alternativas claras, como no sean meramente contestatarias.
El sistema de partidos que conocemos se fue consolidando junto con las revoluciones que marcaron el comienzo del fin del absolutismo. La gran noción política de aquella época fue la de soberanía popular. La persona del ciudadano reemplazó a la del súbdito. No obstante, en sociedades grandes y complejas, los intereses y aspiraciones ciudadanos se han canalizado a través de partidos políticos. Poco a poco, a lo largo de dos siglos, la idea de "ciudadano" se ha ido ampliando y en la práctica la gente ha ido tomando un mayor papel en los asuntos públicos. Desde hace 50 años esta tendencia se acelera intensamente. Surgen movimientos sociales por los derechos humanos (a partir de los años sesenta), el medio ambiente (empezando en los setenta) y la transparencia y anticorrupción (a contar de los noventa). Todos ellos se ocupan de asuntos de interés público, pero, en general, al margen de la política de partidos.
Hoy hay una fuerte demanda social por mayor equidad e igualdad de oportunidades. Son, en el fondo, reclamos por una efectiva inclusión social que supere la pobreza y otras formas de marginación o discriminación y haga plenamente realidad la idea de un ciudadano soberano. Es esto lo que está en juego en la política de hoy y no solo de Chile.
Los jóvenes son punta de lanza en estas tendencias. Siempre ha habido una brecha generacional entre las nuevas generaciones y las precedentes, pero sería un grave error de los actores políticos pensar que las inquietudes de hoy son más de lo mismo y que se resolverán con el mero paso del tiempo. Por su parte, los jóvenes activistas deberían evitar la tentación de hacer tabla rasa con el pasado. Es cierto que todo progreso es originado por una innovación, pero no toda innovación termina siendo un progreso. También es cierto que las transformaciones que ya despuntan, facilitadas por los veloces avances de la tecnología, pondrán en cuestión mucho de lo que hoy damos por sentado, en todo orden de cosas. Sin embargo, aunque el cambio histórico que se insinúa sea sin precedentes en la memoria de la humanidad, todavía se deberá asentar, en no menor medida, sobre los hombros del pasado.
Desde luego, dado que los movimientos ciudadanos en torno a temas de ética pública buscan influir en la política, pero no necesariamente acceder al poder, se precisará en el futuro, de todos modos, de mecanismos o entidades que cumplan lo que hasta hoy ha sido el papel de los partidos: canales de representación y participación, así como búsqueda de acceso al poder público.
No anticipo que el mundo político reaccione a tiempo ni acertadamente ante los desafíos de renovación mayor. Los incentivos humanos son los de siempre y, por lo general, el poder no renuncia a sus privilegios voluntariamente y tiende a seguir la máxima de "después de mí, el diluvio". Además, el tránsito hacia una nueva época (y el que parece anunciarse empequeñece otros cambios históricos) no ha seguido nunca una progresión lineal de avances, sino que transita por caminos inciertos, con desvíos y retrocesos. Se vienen, por tanto, tiempos turbulentos, aunque no necesariamente en el futuro inmediato.
¿Algún pronóstico? No me atrevo, recordando el ingenioso dicho del físico Niels Bohr: "Es muy difícil hacer vaticinios, en especial sobre el futuro". Y todavía más, agreguemos, de cara a un cambio de época.
José Zalaquett
Abogado
Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales (2003