Al verlo llegar al café de siempre con una bolsa plástica bastante grande, lo primero que pregunté a uno de los amigos con que suelo reunirme fue qué llevaba consigo. Se había comprado cuatro o cinco libros -"la compra del mes", dijo-, y el que capturó primero mi atención fue una historia de la economía de Sylvia Nasar, titulada "La gran búsqueda". Grueso, con tapa roja y letras doradas, parecía un best seller . Miré el volumen con la frialdad que me producen las obras de economía y quedé atento a la explicación que pudiera dar mi amigo. ¿Por qué comprar una historia de la economía -pensé-, si ella tiene ya suficientes problemas con el presente, habiéndose mostrado incapaz de predecir la crisis mundial que tenemos instalada desde 2008 y de acordar qué debería hacerse para salir de ella?
Pero ese no es mi único reparo a la ciencia económica y a quienes se dedican a ella. Tengo otros. Por ejemplo, ¿qué independencia de juicio puede esperarse de profesionales que no viven de su trabajo científico, sino de las dietas o sueldos que les pagan grandes grupos económicos que los invitan a formar parte de sus directorios o plantas ejecutivas? ¿Por qué cualquiera que ha hecho estudios de economía se hace llamar "economista", igual que pasa con los licenciados en historia que a los 23 años se declaran "historiadores"? ¿Por qué el análisis económico de fenómenos que están fuera del mercado -como el arte, el derecho, la familia, e incluso la felicidad- pretende tener en esos campos la última palabra, en circunstancias de que muestra tan escaso éxito en el propio? ¿Con qué autoridad los economistas trasladan sus leyes, categorías de análisis y lenguaje a todas las actividades humanas (hay hasta una economía de la religión), desplazando a un segundo lugar al conocimiento que se ocupa en particular de cualquiera de ellas?
No afirmo que el análisis económico no sirva. Admito que es necesario. Pero los problemas empiezan cuando, seducidos por su simpleza, los economistas estiman que de esa metodología depende la adecuada e incluso exacta comprensión de todo cuanto interesa a las personas. Los problemas comienzan cuando un saber específico -sea el de los economistas, los sociólogos, los juristas, o cualquier otro colectivo- se autoconcede hegemonía sobre todos los restantes.
Lo que me explicó este amigo acerca de su adquisición fue que, leyendo las primeras páginas del libro de Nasar, notó que su historia de la economía tomaba pie en "Cuento de Navidad" y otras obras de Dickens. Además, la prosa de la profesora de la U. de Columbia le había parecido tan atractiva como accesible para alguien que lo único que sabe de economía es que el pisco y el limón son bienes complementarios.
Fácilmente influenciable por las opiniones de personas cuyo gusto literario comparto, salí esa noche del café y encaminé mis pasos a la librería más cercana. La encontré cerrada. La siguiente que visité también lo estaba. Pero al llegar a la tercera vi luces en su interior y el alentador cartelito de "Abierto". Entré e hice lo de siempre: buscar por mí mismo el libro en las bandejas. No lo encontré, y solo en ese momento hablé al encargado que al entrar me había dicho que disponía de apenas 10 minutos. Y el libro estaba. Lo sacó como por milagro desde detrás de otros que lo tenían emboscado.
Esa misma noche estaba ya leyendo el libro para comprobar lo que mi amigo había advertido y disfrutar de la pulida erudición y del elegante tono de la obra. Incluso más: el libro está enfocado en la individualidad de grandes economistas -por ejemplo, Marx, Marshall, Keynes, Friedman, Sen- que, con "la cabeza fría pero con la calidez del corazón", destacaron en sus campos de trabajo. Esos y otros pensadores son los personajes de este espléndido libro, para cuyo comentario no dispongo ya de espacio, salvo para decir que me reconcilió con los economistas.