En este Chile, supuestamente tan secularizado, bastó que hablara en TV un misionero que vive en África para que las redes sociales colapsaran. El protagonista de la noticia vive en Burundi y se llama Felipe Berríos.
Cuando uno decide escribir sobre un tema como el de su entrevista del pasado martes, y sabe que difícilmente será ecuánime, tiene que comenzar pidiendo a los lectores que se tomen con un especial sentido crítico lo que leerán a continuación.
La distancia que tengo con Felipe Berríos tiene que ver con dos admiraciones muy profundas: admiro a los evangélicos y admiro al Papa Francisco.
Me impresionan los evangélicos porque nunca miran en menos a los pobres. Van a ellos, les anuncian a Jesucristo y los invitan a seguirlo. No piensan que haya que acercarse a ellos con mentalidad de ONG, que haya que mejorar primero su ingreso per cápita y sólo después ponerles la Biblia en su mano.
Del Papa Francisco, por su parte, me atrae el hecho de que reúne, a la vez, dos facetas que entre los católicos suelen estar separadas. De una parte, el amor a la pobreza, la sobriedad y la preocupación social. De otra, el valor de la oración y la cercanía personal con Jesucristo. El mismo Papa que el domingo pasado condenó con fuerza a la mafia y denunció la lacra de la explotación de la mujer a través de la prostitución, es el que hoy (Corpus Christi) convoca a todos los católicos del mundo a las 17 h de Roma (11 h de Chile) a ir a los templos a adorar a Dios. En él todas las dimensiones de la vida cristiana suenan armónicamente al mismo tiempo, como en una sinfonía.
Me atrae del Papa el hecho de que nunca nos esté diciendo, ni siquiera implícitamente, "miren qué bueno soy, hagan las cosas que yo hago y del modo que a mí me gusta, de lo contrario serán unos egoístas insensibles". Precisamente esa sobriedad suya lo transforma en un ejemplo muy atractivo, que le permite decir cosas muy duras, pero invitando a la conversión y no al resentimiento.
Las palabras de Felipe Berríos me recuerdan a la Blanca, una campesina que conocí hace muchos años, en tierras del sur. Curiosamente, se quejaba no porque el marido le pegaba, sino porque "me pega sin lástima". La corrección, para ser efectiva, tiene que causar más dolor al que corrige que al corregido.
Hechas estas prevenciones, podemos preguntarnos: ¿la parcialidad de algunas de sus palabras, la constante tendencia a caricaturizar al otro, son motivo suficiente para apagar el televisor y dejar de oírlo? Sería un error, porque el padre Berríos, con todas sus injusticias verbales, apunta a algunos temas básicos. La suya es una reacción visceral y apasionada ante un Chile que ha caído en la idolatría del éxito. Desde la PSU a los autos de lujo, desde los artículos publicados en revistas científicas de corriente principal hasta el tamaño de la propia oficina, nos hemos concentrado en banalidades y nos olvidamos de los otros, los perdedores, los que jamás saldrán en un ranking de excelencia, los tímidos, los feos y los que no destacan por nada. Miramos atributos y no a las personas.
Pongo un ejemplo. Él denuncia el clasismo y lo considera quizá el problema más grave de Chile. ¿Basta con nombrar otros problemas aún mayores, como la crisis demográfica, para pensar que él simplifica y quedarnos tan tranquilos? La tan mentada aristocracia castellano-vasca, de la que algunos venimos, se caracterizó por su sobriedad y capacidad de trabajo, pero, en muchos casos, por un patológico sentimiento de superioridad. Hoy ese grupo social ha perdido ese sobrio estilo de vida que lo acompañaba; le queda, en cambio, el clasismo y la arrogancia. Mala mezcla, que provoca la justificada ira de Felipe Berríos.
Él es terriblemente parcial a la hora de juzgar a Juan Pablo II. Pero, aunque no lo sepa, lo que Berríos nos reprocha tiene que ver con algo que nos dijo el Papa aquí en Chile en su discurso en la Cepal (1987). Allí nos propuso no una Teología de la liberación (como la que tiene empobrecida a Venezuela) sino una auténtica teología del trabajo y la solidaridad.
El Papa nos llamó a "sentir la pobreza ajena como propia, hacer carne de uno mismo la miseria de los marginados y, a la vista de ello, actuar con rigurosa coherencia". Nosotros hicimos oídos sordos. Nos dijo que "los pobres no pueden esperar". Nosotros dejamos esperando a esa gente y hoy, 26 años después, seguimos haciendo esperar a sus hijos. ¿Nos puede extrañar que Felipe Berríos alce su voz indignada y hasta "nos pegue sin lástima"? ¿No será ésta, más bien, una razón para mirarlo con más comprensión?