La ex Presidenta Bachelet recibió esta semana las bases para una nueva Constitución.
Aparentemente se trata de un grave error.
Las reglas en actual vigencia -podría afirmarse- son el sustento de la modernización de Chile. Discutirlas ahora introduciría una gigantesca incertidumbre que lesionaría la confianza, alentaría las expectativas de refundarlo todo y transformaría la próxima elección en un evento plebiscitario donde nada quedaría fuera de la ruleta electoral.
Pero -pese a quien le pese- esta vez la ex Presidenta tiene la razón de su lado.
En las sociedades modernas, diferenciadas y complejas, en las que coexisten diferentes formas de vida y distintas concepciones del bien, el único patriotismo posible, sugiere Habermas, es el constitucional: el apego y la lealtad a las reglas que establecen cómo se forma la voluntad común de los ciudadanos y cuáles los bienes que están dispuestos a respetar a ultranza. Las reglas constitucionales no tienen, por esa razón, un valor puramente instrumental, sino constitutivo: expresan la forma en que una comunidad se piensa a sí misma y los procedimientos mediante los cuales los ciudadanos se autogobiernan.
Una sociedad democrática requiere pues una Constitución que despierte la lealtad de todos.
Ello no depende, por supuesto, de la forma en que esas reglas se hayan generado. Hay innumerables ejemplos de reglas cuyo origen es mejor no recordar y que, así y todo, concitan la lealtad de los ciudadanos. La Constitución americana, dictada en medio de la esclavitud, o la alemana o japonesa, impuestas por la ocupación, son buenos ejemplos. La frase de Balzac -en el origen de toda fortuna se esconde un crimen- vale también para las Constituciones. Lo que importa entonces no es el origen de las reglas constitucionales, sino la capacidad que tengan para estimular una práctica política de autogobierno, una forma de vida pública en la que la formación de la voluntad mayoritaria tenga importancia y peso suficiente a la hora de configurar el destino común.
Y ese es el problema de la Constitución de 1980.
El principal reproche que se le ha formulado por estos días es correcto: las reglas de la Constitución en vez de permitir que se forme la voluntad común mediante la regla de la mayoría, lo impiden. O, en otras palabras, las reglas en actual vigencia al conferir demasiado peso a la minoría sustraen del autogobierno colectivo materias que, en la generalidad de las democracias, le corresponde decidir a la mayoría.
Mientras es razonable que existan mecanismos contramayoritarios para proteger ciertos bienes de especial importancia como, por ejemplo, los derechos fundamentales, no parece razonable que la misma protección se confiera a decisiones de política pública como el diseño del sistema escolar. Mientras es perfectamente razonable que en materia de derechos fundamentales (y por supuesto habrá que discutir cuáles son fundamentales) la mayoría siga la estrategia Ulises (se ate a sí misma para no ceder a la tentación de aplastar a la minoría), no parece razonable tolerar esa estrategia para asegurar que las decisiones de gobierno de la minoría (por ejemplo de la que apoyó la dictadura) se perpetúen.
Hay, pues, buenas razones para discutir las reglas constitucionales. Especialmente aquellas que establecen qué derechos tenemos y cómo se forma la voluntad común que obliga a todos.
Alcanzado ese punto, surge el problema de cómo hacerlo bajo las reglas de la Constitución, si esas reglas son, justamente, las que conceden un mayor peso a la minoría ¿por qué la minoría querría desprenderse de esa ventaja? Wittgenstein cuando encuentra un problema insoluble como este suele decir: he llegado a roca dura y mi pala se retuerce.
En la vida social la pala es la política. Y dependerá de la minoría si ella comenzará a retorcerse o no. Después de todo, si la minoría se ampara en reglas irrazonables ¿cómo quejarse luego que la mayoría recurra a métodos igualmente irrazonables para cambiarlas?