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Cartas
Lunes 27 de mayo de 2013
La historia pasa la factura
Señor Director:
En su última columna, Agustín Squella va con todo contra la Constitución. En ciertos círculos de izquierda está de moda tener una posición muy agresiva en este asunto. Son esos mismos sectores que no están acostumbrados a pagar sus facturas políticas. En los años sesenta y principios de los setenta atacaron a fondo el sistema democrático, por considerarlo una formalidad burguesa; y lograron demolerlo. Ahora vienen con una nueva arremetida.
Para ellos, la Constitución vigente es ilegítima en cuanto a su origen, porque habría sido impuesta. Es un argumento, a la vez, ideológico y falso. Ocurre que nuestra carta constitucional ha sido legitimada en su aplicación durante más de 30 años de vigencia. De hecho, la versión que nos rige (luego de 15 modificaciones) lleva la firma del Presidente socialista Ricardo Lagos.
En el año 1989, la Constitución fue plebiscitada por segunda vez, en un evento cívico donde participó el 93% del padrón electoral y la ratificó el 91,25% de los votantes. En esa ocasión la cuestión central fue, precisamente, reemplazar las normas sobre procedimientos para reformar la Constitución. Y este es el punto sobre el cual ahora se monta la denuncia contra la ilegitimidad de origen de la norma.
Estos críticos, además, suelen confundir —o intentan confundir— el sistema electoral binominal, que responsabilizan de todos los males, con una supuesta imposibilidad de reformar la Constitución. Lo que demuestra hasta qué punto desconocen la realidad. Desde luego, porque el sistema binominal no es una norma constitucional; y, además, porque siempre han existido las mayorías suficientes para modificarlo, sin que hubiera acuerdo sobre la alternativa.
La Constitución, por supuesto, no es otra cosa que el marco de garantías básicas para vivir dentro de una sociedad civilizada. Es decir, donde los derechos de cada cual no dependen de las mayorías circunstanciales. Esto es, lo que se llama la estabilidad institucional o Estado de Derecho.
En Venezuela, un país que se está cayendo a pedazos, se aprobó la Constitución por una asamblea constituyente. Los venezolanos, tanto de gobierno como opositores, dicen tener la mejor constitución del mundo. Pero se la lanzan por la cabeza unos contra otros en una edición de bolsillo que imita al libro rojo de Mao. Posiblemente para que sepa el contrario lo que es una buena Constitución.
En el fondo, lo que pasa, es que las constituciones no cambian el mundo tal como es. Solo ponen las reglas del juego. De modo que, a diferencia de lo que piensa Squella, los partidarios de la estabilidad constitucional no viven asustados ni pretenden asegurarse de por vida una representación parlamentaria que le impediría a la izquierda llevar adelante sus objetivos. La izquierda nunca ha tenido, ni siquiera en la época de la Unidad Popular, los suficientes votos para imponer su modelo de sociedad. Felizmente, porque de lo contrario aún estaríamos viviendo en un país donde la pobreza sería una condición insuperable.
Carlos Goñi Garrido