Se extiende la opinión de que se profundiza la distancia entre las mayorías ciudadanas y las instituciones de la democracia. Las movilizaciones sociales desplegadas con inaudita fuerza desde 2011 han tenido un impacto significativo en la configuración de la agenda pública y en la sensación cada vez más generalizada de que se está abriendo un nuevo ciclo en la vida política chilena.
Hay estudios que señalan que en 2011 cerca de un tercio de la población mayor de 18 años se involucró en dichas movilizaciones. Pero más allá de estas cifras, una de las características de la nueva situación es que las demandas agitadas por los que están en la calle tienen un amplio apoyo entre los que se quedan en casa.
Ha ocurrido así en las demandas del movimiento estudiantil por reformas de fondo en el sistema educacional chileno, pero se observa un fenómeno análogo con las reivindicaciones de los movimientos ambientalistas, étnicos, sindicales y regionalistas. Todas ellas apuntan a reformas de aspectos importantes de nuestra actual institucionalidad política, económica, laboral, educacional, previsional. Sumadas, no constituyen un proyecto de sociedad, pero sí expresan una fuerte aspiración a un orden social más inclusivo y justo que el actual.
Se ha abierto, así, un amplio debate sobre el futuro del país, sobre el tipo de sociedad en la que los chilenos queremos vivir en las próximas décadas. Las alternativas que están en juego solo se pueden configurar y resolver en el espacio de la democracia y de sus instituciones. De allí la renovada importancia de la política y la diaria constatación de su baja "calidad" entre nosotros.
En tiempos de cambios sociales profundos como los que vivimos no son fáciles de auscultar los estados de ánimo de la sociedad. Ayuda a aclararlos la amplia investigación desarrollada por el PNUD en su informe sobre el Desarrollo Humano en Chile, de 2012. Se describe allí la "paradójica" subjetividad de chilenos y chilenas. El contrasentido estriba en que en los últimos años "ha aumentado la satisfacción de los chilenos con sus vidas personales y al mismo tiempo se ha incrementado el malestar de las personas con la sociedad". Estamos satisfechos con nuestros logros personales y familiares y descontentos con la sociedad en que vivimos.
La satisfacción con los logros individuales tiene sentido en un país que ha progresado en todos los aspectos de manera importante en las últimas dos décadas. La insatisfacción con la sociedad tiene que ver con la desigualdad social, la concentración del poder y la discriminación. Ello hace sentido al constatar que Chile, pese a sus evidentes progresos, es una de las sociedades más desiguales del mundo. Pero surge una segunda paradoja: aumenta la desconfianza en las instituciones políticas, pero las demandas por mayor igualdad requieren inevitablemente una mayor intervención del Estado en la conducción de la sociedad.
De allí es justo deducir que vivimos una crisis del modelo de desarrollo que el país se ha dado en los últimos años, principalmente porque no ha logrado romper la reproducción de las desigualdades, sin perjuicio de que ha disminuido notablemente la pobreza y se ha expandido el acceso de amplias capas de la población a bienes y servicios que les eran históricamente inaccesibles. Precisamente porque el país crece se hace más intolerable una distribución tan desigual del poder y la riqueza.
Me parece necesario precisar qué entiendo por crisis del modelo de desarrollo. No es la crisis de la economía de mercado, o del capitalismo, sino de un sistema en el que el mercado asume un rol desmesurado en la orientación de la economía y en la provisión de bienes y servicios públicos.
La experiencia demuestra que no hay un modelo único de gestionar el capitalismo: desde el modelo socialdemócrata escandinavo -el más exitoso socialmente- al capitalismo de Estado chino, que ha significado un crecimiento económico espectacular. Lo que está agotada es la receta neoliberal que en Chile tuvo su aplicación más radical en los ochenta.
El desafío del progresismo chileno es construir un proyecto nacional de desarrollo que garantice derechos sociales universales, ampliación de la democracia, protección del trabajo, integración del país a la economía del conocimiento, reconocimiento del carácter multicultural y multiétnico de la nación: un Estado Democrático y Social de Derecho.
La opción de la derecha ha quedado claramente diseñada en el mensaje de despedida del Presidente Piñera: crecimiento, empleo y mercado, esencialmente.
No es posible mejorar la calidad de la política sin un nuevo acuerdo constitucional. A pesar de las innumerables -y en general positivas- reformas en 25 años, no ha logrado desmontarse uno de los pilares de la Constitución del 80: el sistema electoral binominal para la elección del Congreso Nacional, y el complejo sistema de quórums -existen cuatro- para la aprobación de las leyes y las reformas constitucionales. Ambos mecanismos obedecen a un solo propósito: impedir la expresión de las mayorías ciudadanas. Si la mayoría no puede cumplir sus programas, la participación política pierde sentido. Pero no es la única reforma indispensable: una nueva definición del Estado como el responsable del bien común, la descentralización política y administrativa, el reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, un estatuto constitucional de los partidos políticos, entre otras, están a la orden del día.
El camino de las reformas sucesivas está agotado. Para el período histórico que se abre, Chile requiere una nueva Constitución, generada con la participación democrática de la ciudadanía.
Jaime GazmuriEx senador PS