Hace cuarenta años, en marzo de 1973, se realizó la última elección parlamentaria antes del traumático quiebre de la democracia chilena. El tono de esa campaña electoral daba cuenta de la profundidad de la crisis y el deterioro al que había llegado la política chilena. Visto en perspectiva, revelaba que un ciclo de nuestra historia republicana se estaba acercando precipitadamente a su fin.
La campaña del 73 tuvo un carácter definitorio tanto para el gobierno de la Unidad Popular como para la oposición. Para unos, el triunfo permitiría afianzar la revolución; para otros, se trataba de obtener respaldo para exigir al gobierno que las transformaciones se encauzaran por la vía democrática. No obstante, muchos ya, desde uno y otro lado, veían en las instituciones de la democracia un estorbo para sus propósitos.
El secretario general del Partido Socialista sostenía que la utilización de la institucionalidad vigente por el gobierno popular no permitiría promover las transformaciones revolucionarias y que la conquista del poder popular pasaba ineludiblemente por el enfrentamiento de clases.
El clima de confrontación demostraba que el sistema político estaba siendo desplazado de sus instituciones tradicionales. Los partidos no lograban ponerse de acuerdo sobre la reforma constitucional referida a las áreas de la economía, mientras el gobierno seguía avanzando por la vía de los hechos. Para ello, se apoyaba en la movilización popular que, expresada en cordones industriales, comités comunales, juntas de abastecimiento y otras organizaciones, empezó a tener vida propia, reduciendo la influencia del mismo gobierno.
De este modo, la movilización popular, dotada de un fuerte contenido ideológico, mermó la capacidad de la política de buscar acuerdos y resolver conflictos entre distintos intereses. Solapadamente el conflicto llevó a una pugna evidente por atraer a las Fuerzas Armadas. El fantasma de la guerra civil estaba presente: a la fuerza del fascismo había que oponer la fuerza organizada del poder popular, mientras desde el otro extremo, el conflicto se resolvía destituyendo al Presidente, por las buenas o por las malas.
El resultado de la elección no fue el esperado por ninguno de los dos bloques. Lo que vino después fue la agudización del conflicto y el fracaso de los dirigentes políticos que pretendieron buscar soluciones acordadas a través de la institucionalidad democrática. Seis meses después vendría el golpe militar, iniciándose el período más doloroso de nuestra historia del siglo XX en términos de división entre los chilenos.
Traigo este recuerdo en primer lugar para valorar el camino que Chile ha transitado desde la recuperación de la democracia. En gran medida, este ha sido posible gracias a la calidad de la política y de los liderazgos que el país ha tenido. Sin embargo, como hace cuarenta años (aunque lejos de la crisis que se vivió entonces), pareciera que estamos enfrentando el fin de un ciclo que demanda cambios institucionales para profundizar la democracia y enfrentar las nuevas demandas de los chilenos.
Las cosas serán mejores o peores dependiendo de la oportunidad de las decisiones, y de la voluntad de diálogo y conducción -no solo de representación- de los líderes. Como señalara Adam Smith, "un verdadero líder es el que es capaz de moderar los apetitos de su partido... Cada líder, en vez de ser la expresión extrema de una parcialidad -con lo cual marcharía hacia la guerra civil-, es el primer contradictor de su propio partido... En una sociedad donde predominan líderes de este tipo, la concordia política es posible". No fue lo que ocurrió hace 40 años.
Hoy estamos en otras condiciones. Pero ello no significa que haya cambiado lo que es esencial para la calidad de la democracia que, en definitiva, sigue dependiendo de otras calidades, como la calidad de las instituciones, la calidad de los políticos y también la calidad de sus ciudadanos.
Mariana AylwinEx diputada y ex ministra de Educación