La Constitución "es un tesoro que no podemos perder ni menoscabar sin degradarnos ni envilecernos; es, en fin, el término de tantos sacrificios, la indemnización de tantas pérdidas y el complemento de tantas esperanzas".
Así sostenía, con moderado optimismo, el vicepresidente Francisco Antonio Pinto en los últimos párrafos del preámbulo a la Constitución promulgada el 8 de agosto de 1828. Sin embargo, el "espacio limitado" asignado a los depositarios de la autoridad por dicho texto produjo consecuencias fáciles de prever. Aunque solo podía reformarse por una Gran Convención en 1836, lo fue antes, revolución de por medio. Y por ley de 1 de octubre de 1831 se convocó a la mencionada Gran Convención, origen de la carta de 1833, destinada, según lo precisó el Presidente Prieto en su proemio, a "asegurar para siempre el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos a que han estado expuestos".
Ese propósito fue un estímulo para que las diversas corrientes contrarias al gobierno hicieran todo lo posible por desestabilizarlo. Cuando, casi 30 años después, los grupos opositores descubrieron que no era tarea fácil derribarlos y menos reformar la Constitución -la primera reforma se aprobó solo en 1871-, desecharon la atractiva vía de actuar "por las malas" y empezaron, en un proceso lento, a darle a ese texto, que le daba enormes poderes al Presidente de la República, una interpretación parlamentaria.
Todavía en 1925, en vísperas de la promulgación de la nueva Constitución, un publicista sostuvo que la de 1833 "implantó en todo su vigor el sistema parlamentario". En dos gruesos volúmenes Jorge Huneeus había dado fundamentos jurídicos, muchos años antes, a semejante interpretación. Es cierto que las leyes periódicas -la de presupuesto, que era anual; la de contribuciones y la de fijación de fuerzas de mar y tierra, cada 18 meses- permitieron, a partir del gobierno de José Joaquín Pérez, el desarrollo de numerosas prácticas parlamentarias, pero en los hechos, en la medida en que el Presidente de la República pudo controlar las elecciones de diputados y senadores, lo que más podía hacer la minoría opositora era obstruir el despacho de las referidas leyes, interpelar a los ministros y presentar mociones de censura que no podían tener destino.
Ese cuadro cambió, y dramáticamente, cuando Balmaceda, que tanto influyó en el singular viraje experimentado por la carta de 1833, perdió la mayoría en el Congreso.
Una ligera reflexión sobre el destino de esas dos cartas constitucionales permite extraer conclusiones de interés. Una, muy obvia, es que las esperanzas puestas en ellas solo tienen sentido si se las considera en lo que realmente son: meros textos que enuncian deberes y derechos de los ciudadanos, establecen las bases del sistema político y se obedecen a medias. Sabemos, por experiencia propia y por el conocimiento de lo ocurrido en los países de nuestro continente, que las sociedades no alcanzan la paz, la felicidad, la igualdad, el desarrollo económico y la seguridad mediante una Constitución. Esta, a lo más, crea un marco más o menos adecuado para un desenvolvimiento razonable de sus ciudadanos.
Y la explicación del limitado alcance de las constituciones es muy sencilla: esa ley, como cualquier otra, es administrada -y soportada- por seres humanos. Por tal motivo una sociedad, si sus miembros son lo suficientemente realistas y respetuosos de normas elementales de convivencia, puede perfectamente existir sin Constitución, como es el caso de Inglaterra, o como nuestro país antes de la emancipación.
Precisamente de ese Chile dejó un notable recuerdo el firmante del proemio a la carta de 1828, el abogado y militar Francisco Antonio Pinto, quien escribió en 1853: "Nadie temía ser encarcelado ni expatriado por un abuso de autoridad. Los Capitanes Generales que conocí, todos, sin excepción, eran hombres buenos, estimados y respetados por su probidad. La administración de justicia, aunque demorosa y embrollada, era recta e imparcial, y jamás oí la más ligera censura de cohecho o venalidad contra algunos de los oidores que componían la antigua Audiencia".
Es muy posible que Pinto ofreciera ese cuadro idílico del pasado monárquico porque había vivido tres decenios sujeto a ordenamientos constitucionales.
Pensemos a continuación en un texto, admirado por su perfección técnica y aplaudido en su momento como la más moderna constitución democrática, la alemana de Weimar de 1919, que recogió, entre muchas materias, la iniciativa popular y el plebiscito, anticipadas formas de la hoy tan cacareada "inclusión" del pueblo. Pues bien, con esa constitución modelo llegó Hitler al poder, 10 años después del fracasado "putsch" de Múnich, y bajo su amparo pudo establecer, con el extendido y entusiasta apoyo de la muy educada sociedad alemana, un régimen totalitario solo comparable en su brutalidad al de la Unión Soviética.
En nuestra historia republicana la Constitución que más reformas ha recibido es la de 1980. Con todo, su carencia de "legitimidad de origen" -¿habrán estado dotadas de más legitimidad las de 1833 o la de 1925?- o el desprestigio de Pinochet parecen aconsejar su urgente sustitución. Ya el ex Presidente Frei había llevado la reforma de la carta como una de sus banderas en la elección presidencial pasada.
Ahora la ex Presidenta y candidata Bachelet ha formado un grupo destinado al estudio de esta materia. Otros candidatos de la izquierda no se han quedado atrás y piden lo mismo. Contar con una nueva Constitución interesa a los políticos y apasiona a los especialistas. Quienes no lo somos sospechamos que es poco lo que se puede innovar. Nuestra actual carta, con las reformas que ha experimentado, es una versión, con algunas mejoras, de la de 1925, que a su vez fue una modificación de la de 1833, que siguió muy de cerca a la de 1828, la cual se inspiró directamente en la de Cádiz de 1812.
En verdad, el ámbito en que se pueden introducir cambios es bastante reducido, y carecemos de indicaciones acerca de los que se buscan, salvo los vagos tópicos relativos a la inclusión. Pero lo que sí sabemos es que se pretende que la nueva carta se origine según una modalidad no contemplada en nuestro ordenamiento, una asamblea constituyente. Y lo que también sabemos, por lo que hemos visto recientemente en nuestro continente, es que lo que de allí surge conduce con seguridad a regímenes democráticos en la forma y totalitarios en el fondo.
Fernando Silva