Con "Escuela", el dramaturgo y director Guillermo Calderón ratifica que hoy por hoy es el creador más contemporáneo y radical de nuestra escena según los cánones en boga (y el más prestigiado fuera de Chile). En los bordes de lo que se puede llamar "teatro", este "realizador escénico" -que controla el texto y su puesta- despliega enorme talento y agudeza a la hora de provocar al público con feroz, punzante lucidez.
Aquí aguijonea al público echándole en cara su pasividad frente al actual estado de cosas en el país. Lo hace nada más que recreando cómo unos hombres y mujeres jóvenes de fines de los 80 inician su formación como activistas subversivos, sin escatimar detalles descarnados. Las clases de adoctrinamiento ideológico se alternan con sesiones prácticas de instrucción paramilitar, y charlas tácticas y de reforzamiento psicológico.
Igual que "Villa+Discurso", de 2011, es una propuesta de cualidad ateatral y adramática, cuyo tono abiertamente didáctico carece de cualquier compromiso emocional. Sus "personajes", intercambiables entre si, no son en rigor tales; sin sicología ni rasgos individuales, son más bien encarnaciones de distintas actitudes o conductas frente a la situación. Por lo mismo no hay actuaciones en el sentido convencional, sino la exposición de esos "roles" funcionales. Más aún, todos hacen indistintamente de aprendices en unos pasajes, y de instructores en otros. Hasta se nos escamotea la expresión facial, porque los ejecutantes usan siempre capuchas por razones de seguridad.
Sumamente estimulante, evoca una circunstancia histórica y el momento en que algunos pasaron al otro lado del orden establecido para luchar por restaurar la democracia. Pero solo a primera vista parece glorificar la violencia subversiva: pronto se instala en el relato un grado de ambigüedad. Se les retrata como idealistas heroicos y desinteresados, pero también a ratos dan la impresión de fanáticos, ilusos e inoperantes, y aparecen indicios francamente ridículos de ingenuidad e inmadurez.
De modo insidioso, la propuesta sugiere quizás que el extremismo chileno no tuvo triunfos determinantes porque fue un movimiento pequeño y de poco desarrollo (diversos signos invitan a comparar con lo ocurrido en otras latitudes). Si se vuelve una verdadera bofetada para el espectador, es porque al fin y al cabo le obliga a hacerse cargo de algunas preguntas incómodas: ¿Cuáles son mis principios e ideales? ¿Cuánto soy capaz de arriesgar por defenderlos? ¿Qué estoy haciendo hoy para lograr que mi país sea un lugar mejor para vivir?