Por esas ironías de la historia, casi simultáneamente con el arribo de la dama del silencio se fue la dama de hierro. Ambas en su grandeza no pueden ser más distintas. Una entendió que el camino al progreso no estaba pavimentado de impuestos, la otra quiere introducir la milésima alza tributaria desde la llegada de la democracia. Una contribuyó a botar el muro de Berlín, la otra se refugió detrás de él. Una consideraba que el principal enemigo de una sociedad libre era el comunismo, la otra pretende incorporarlo al gobierno. Una señalaba que los sindicatos no tenían el derecho para detener un país, la otra guarda silencio frente los paros ilegales. Una consideraba que el Estado restringía la libertad de las personas y lesionaba la prosperidad de sus países, la otra considera que más Estado es la solución para nuestros problemas. Una terminó con los hooligans en los estadios, la otra dudó frente al saqueo en Concepción por una barra brava enardecida.
Una de las frases que más debe mover a reflexión a nuestros dirigentes políticos es aquella que pronunció la dama de hierro cuando le preguntaron por cuál era el secreto de su éxito político. Ella contesto: "muy simple, siempre he generado consenso en torno a mis convicciones". Cuando uno ve a los políticos tratar de liderar sus países con la oreja pegada al piso, sin convicciones, sino con oportunismo, no se deja de extrañar a esa dama con principios.
Una cosa es gobernar escuchando los problemas de la gente, que son reales y evidentes, y otra es pensar que esa misma gente sabe cuáles son las políticas públicas eficaces y eficientes para solucionar esos problemas. Si los políticos solo escucharan a la masa para solucionar los problemas, frente a un hecho de sangre tendríamos linchamientos y no el debido proceso; frente a un terremoto, aceptaríamos los saqueos en vez de asegurar el orden público; frente a la pobreza, tendríamos un salario mínimo millonario, no importa el desempleo o informalidad que generen.
La dama de hierro escuchó a la gente, recogió sus problemas, que por lo demás eran los de ella, pero no vaciló en buscar soluciones en un mundo de ideas que no contaban con el favoritismo de la barra brava.
A la dama de hierro la igualdad la tenía sin cuidado, le preocupaba el mejoramiento de los más débiles, el mejoramiento absoluto de los más pobres y no el relativo de los pobres frente a los ricos. Ella, viniendo de la clase media, veía con preocupación que la mentada redistribución del ingreso por parte del Estado en realidad era un proceso en que pequeños grupos vociferantes y organizados de clase media logran extraerle riqueza a la gran mayoría de la clase media silenciosa que no participa del proceso político... hasta que dicen "basta" y eligen a una Margaret Thatcher para que los proteja.
Su receta era simple: más libertad y menos dirigismo, más responsabilidad y esfuerzo personal, y menos derechos. Si bien era respetuosa de todas las opiniones, no por eso consideraba que no las había correctas o incorrectas. Era tolerante con las personas, pero intolerante con las malas ideas. Fue visionaria en no dejarse arrastrar por las modas. Fue criticada por los eurócratas, pero el tiempo le dio la razón al oponerse a la entrada de su país a la unión monetaria.
Las críticas más drásticas vinieron de la intelligentsia europea, de los intelectuales de izquierda, que no podían tolerar que la hija de un tendero desandara el camino de pobreza y mediocridad por el cual transitaba Inglaterra. La izquierda la consideraba belicosa por mejorar la defensa de su isla frente a la amenaza comunista; imperialista, por defender a los ciudadanos británicos de las islas Malvinas; aislacionista, por ser precavida en la unión con Europa; pro empresaria, por considerar que los sindicatos extorsionaban al Reino Unido; pro norteamericana, por entender que la independencia de Inglaterra descansa en el poderío americano. Nunca Inglaterra terminará de agradecerle su contribución al progreso del mundo ni el mundo terminará de agradecerle su contribución a la libertad de Europa.