El país ha asistido a un negativo espectáculo brindado por la Cámara de Diputados y por el Senado, al hacer, cada una de estas instituciones, uso de sus facultades constitucionales en mala forma.
La Cámara de Diputados conoció y aprobó una
acusación presentada por diez diputados en contra de un ministro de Estado que contenía vicios procesales que la hacían inviable, pero que no fueron advertidos ni reclamados por nadie, ni siquiera por la defensa del ministro, existiendo en la Ley Orgánica Constitucional del Congreso Nacional un procedimiento especialmente previsto para discutir lo que se llama "cuestión previa", en que se debe analizar si la acusación cumple o no con los requisitos que la Constitución señala.
Aprobada la acusación por la Cámara y en tramitación en el Senado, la discusión se enturbió al insistir algunos senadores en mezclar esos vicios no hechos valer oportunamente con la función que debía cumplir el Senado, que por mandato de la Carta Fundamental se limita, en este caso, a declarar si el acusado es o no culpable de la infracción de la Constitución o las leyes, o haberlas dejado éstas sin ejecución. Tan impertinente era alegar esos vicios, que los motivos de la acusación -o capítulos, como los denomina la Ley Orgánica- pudieron fácilmente dividirse y votarse en tres, sin que ningún senador pudiera objetar el procedimiento, saneándose así sus vicios originales no reclamados en el momento y lugar adecuados.
Cada senador pudo fundamentar su voto, y aquí se evidenció que su deber de actuar como jurado -es decir, juzgar sobre la culpabilidad de un acusado sin ser un juez profesional y obrando con una ilustrada y recta conciencia personal, sin acuerdos colectivos y con independencia de criterio, luego de analizados los hechos y responsabilidades del ministro- mostró las mayores debilidades y defectos.
Se reconoció por casi todos los senadores la rectitud, honorabilidad, preparación y dedicación del ministro en el cumplimiento de su trabajo, como asimismo los vacíos y deficiencias legales que le impedían actuar de manera distinta, como también se reconoció que la existencia del vicio del lucro en las universidades era un hecho prohibido, antiguo y cierto, pero no tipificado ni configurado en forma clara ni precisa por la ley, que no va más allá de señalar en forma vaga y general que las universidades deben ser fiscalizadas por el Ministerio de Educación, sin precisar facultades ni procedimientos.
También se reconoció por muchos que la consecuencia de destituir a un ministro, impidiéndole ejercer cargos públicos por cinco años, en este caso era exagerada e injusta, pero no impidió que así lo hicieran 20 de los 38 senadores, a algunos de los cuales les inquietó su conciencia, al punto de advertir o propiciar que se reformara con efecto retroactivo la Constitución para borrar este efecto, pero sin reparar en que no es el texto el que debe cambiarse, sino la forma como ejerzan sus funciones quienes lo apliquen.
Fácil es concluir que si el castigo es tan duro, está implícito que la falta debe ser grave, para que exista proporcionalidad entre una y otra cosa. Si a los senadores les parecía injusta la pena, debieron rechazar la acusación, porque sus fundamentos no eran suficientes para acogerla.
Hubo un senador que fundamentó su voto en que con esto se derrotaba el lucro, como si éste fuera per se ilícito o ilegal, como si estuvieran descritos los casos que lo constituyeran y como si el ministro fuera el responsable único y directo de que éste existiera. Para configurar una conducta de dejar sin ejecución la ley, se imputó al ministro no haber dictado un reglamento, autónomo o de ejecución de la ley, que le permitiría "fiscalizar" a las universidades en el tema del lucro, reconociendo así la falta de normativa suficiente aplicable, y olvidando que la potestad reglamentaria reside no en los ministros, sino en el Presidente.
Otro senador usó sus minutos para fundamentar su voto, pero de tal forma, que nadie pudo deducir si votaría a favor o no de la acusación, lo que sólo se supo cuando emitió el voto. Más de alguno lamentó que el senador Patricio Walker, valiente y consciente de su condición de jurado, no hubiera actuado como lo había acordado su partido.
El cuasi final de la acusación, antes de la votación, en que un senador que no habló cuando le correspondía hacerlo -sino que se reservó hacerlo al último, con un cierto aire de protagonista o decidor de la votación- pidiera que el ministro renunciara a su cargo evitando al Senado destituirlo, es el broche más oscuro del no ejercicio correcto de sus funciones por la mayoría del Congreso en este caso: demos el gusto a quienes quieren sacar al ministro, y no lo castiguemos, porque no merece el castigo, y así nosotros, senadores, no tenemos que asumir nuestra responsabilidad, aunque no ejerzamos nuestras funciones.
El ministro evitó este bochorno.
Guillermo Bruna Contreras