En la democracia que se inició en 1932 fueron muy raras las acusaciones constitucionales, algo quizás relacionado con la estabilidad relativa que tuvimos. Parece que por motivos de pequeña política se destituyó en 1945 al contralor Agustín Vigorena, hecho por el cual Arturo Alessandri Palma fue a pedirle perdón al Presidente Juan Antonio Ríos, cuando este yacía moribundo. En 1957, a raíz de la fuga desde la Penitenciaría de un político peronista cuya extradición la Corte Suprema había dictaminado, el Congreso por votación casi unánime destituyó al ministro de Relaciones Exteriores Osvaldo Sainte-Marie (hermano de Volpone) y al de Justicia, Arturo Zúñiga. Aunque no estaban directamente implicados, se estimaba que el bochorno era tan grande -se había "comprometido el honor de la nación"-, que había que limpiar la mancha. A comienzos de 1970, izquierda y derecha, anticipando a Nicanor Parra, se unieron para acusar a Sergio Ossa Pretot, ministro de Defensa, en el fondo por una nimiedad. Se salvó el ministro porque un senador de derecha -negociado o no el asunto, no se supo- votó en contra.
Durante la Unidad Popular la oposición de entonces solo pudo en parte contrarrestar con acusaciones constitucionales la ofensiva gubernamental, amparada esta por las "tomas" y los resquicios legales, en orden a acabar con lo fundamental de la actividad económica privada y a someter o reducir los medios de comunicación opositores. Hubo alrededor de 25 acusaciones a partir de la que se planteó contra José Tohá a fines de 1971, siendo aprobada por mayoría. Allende respondió con otro resquicio: cambiaba de cargo al funcionario destituido, el conocido "enroque", que iba contra la idea misma del precepto constitucional, aunque no había nada que lo prohibiera. Fue un modelo de uso y abuso. Y así siguieron las cosas, con el resultado consabido.
La acusación al ministro de Educación Harald Beyer no se justifica ni como uso o abuso de sus facultades ni por ningún "notable abandono de deberes". Digo esto con tranquilidad de conciencia por haber criticado desde estas páginas la destitución de Yasna Provoste en 2008. Parecía un recurso extremo para la causa que se reclamaba en la acusación, aunque era una situación muy diferente de la de Beyer. Da la impresión de que en el origen de la vendetta actual ni siquiera hay apasionamiento, sino mucho de la lógica de barra brava a la que nadie se quiere sustraer. A mayor abundamiento, se ha dado un espectáculo con la elección de la Mesa de la Cámara. Mala cosa. El que esté libre de culpa que arroje la primera piedra.
Todos sabemos que la acusación emergió de un torrente que se llama desconcierto, corriente tumultuosa, mudez ante el vocerío del día, ya sea del mercado o del contramercado, y del embotamiento no del país, que está muy dinámico en varios sentidos, sino de su clase política. La aclamada presión de la calle llevó el pandero, y los líderes públicos creen, como el político francés del cuento, que en vez de encauzarla e ilustrarla, deben ponerse a sus órdenes.
Se quiere una víctima sacrificial y se la halla, se piensa, en el ministro de Educación que ha estado intelectualmente más preparado en muchas décadas, premunido además de pericia administrativa. Ha cometido el pecado de tener su propia agenda; y otro quizás peor: sostener atinadamente que el problema fundamental de la educación en Chile no radica en las universidades, sino en la educación básica y media, en ese orden.
Que no se franquee un último paso, que solo sería uno inicial de la etapa de demolición de nuestras instituciones, a las que jamás ninguna Asamblea Constituyente será capaz de rescatar.