El Papa Francisco ha planteado que la Iglesia debe enfocar su vida pastoral de modo de ser "una Iglesia pobre para los pobres". Habla desde una distancia ante la adoración del dinero, uno de los rasgos de la historia humana, más omnipresente en la era técnica de la economía moderna. ¿Cuál es la dirección específica que busca el Papa?
Lo veremos en los próximos años, ya que por razones de edad dispone de tiempo avaro para imprimir un nuevo rumbo sostenido. Por sus antecedentes, gestos y palabras de estas semanas, es difícil que vaya a abrazar una especie de teología de la liberación, aunque fuese en una versión más diluida. La Iglesia -como las religiones monoteístas en general- ha puesto siempre el acento en la caridad y en la ayuda a los pobres. Es Evangelio puro. Sin embargo, no es su misión esforzarse en primer lugar en abolir la pobreza. Desde luego, porque jamás lo va a lograr. No es de este mundo el que lo realice la Iglesia. ¿Será entonces la pobreza un azote perenne, marca del desarrollo natural del ser humano?
Por siglos fue considerada así, aunque aborrecida. Solo con la economía moderna se ha demostrado que en determinadas condiciones la pobreza puede ser superada, o arrinconada a márgenes aceptables, residuos que pueden ser tratados. Hasta el momento ha sucedido en una minoría de países, no porque la empresa en sí misma esté cerrada a los demás, sino por simple deficiencia de organización y autogobierno en el sentido más amplio de la palabra.
Toda creación humana lleva consigo su propia trampa. La apuesta por el desarrollo económico sin más produce la sobreexcitación adquisitiva, en una espiral que no tiene meta, no termina nunca, que hace que la experiencia de la vida material se asemeje a un vértigo sin fin, exigiendo más en un proceso interminable de autocreación. Los hombres abrazan este becerro de oro, y a la vez se encuentran profundamente insatisfechos. Sucede también que la definición de pobreza se va modificando, elevándose las expectativas y siempre pareciendo que todo es poco. Es una carrera sin fin. ¿Qué hacer?
La vida alternativa es una respuesta legítima, ejercitada por muchas agrupaciones en la actualidad, a veces en el corazón de la modernidad. Por eso mismo, casi siempre se trata de una respuesta para pequeñas elites, y carece de sentido para la sociedad como un todo. En los últimos cien años, para tomar distancia de la sociedad que adoraba el dinero y no parecía responder a los pobres, hubo otros intentos surgidos de experimentos más radicales de ingeniería social. Resultado: sus habitantes vivían maldiciendo la escasez y, para colmo, fueron sin excepción amurallados por sus amos. Otro resultado: aquellos idealizaron infantilmente el consumismo.
Todo esto no tiene por qué ser una trampa mortal. El camino que parece indicar Francisco -no muy distinto del que propuso Solzhenitsyn- es asomarse al "no querer más de lo necesario". Se trata de aprender a requerir solo las necesidades reales, aunque estas sean distintas en cada persona. Una posición como esta no busca anacoretas, ya que estos, como los santos, solo pueden ser un puñado; como organización de muchos, los anacoretas serían un azote. Porque aquí está el asunto. Contener y transmutar el deseo ilimitado que ofrece el sistema de producción material no niega a este ni pretende superarlo. Sería inhumano hacerlo. Quiere, en cambio, colocarlo en su lugar, y así, con toda seguridad, avanzar en la lucha de la pobreza social y económica. La orientación a la pobreza es también una apología a la sobriedad, a los valores verdaderos y al goce sapiencial de lo inmediato, una brújula necesaria de nuestro tiempo.