Las campañas son oportunidades privilegiadas de debate público, permitiendo la entrada de nuevos aires. Las nuevas propuestas fijan los rumbos solo cuando sintonizan con percepciones y aspiraciones ciudadanas generalizadas. Es una de las virtudes democráticas de las campañas.
Todos los candidatos postergan, por ahora, definiciones muy específicas. Todos han sostenido y sostendrán que sus programas no se hacen entre cuatro paredes, sino en procesos de amplia participación ciudadana que se verificarán durante la campaña. Eso es lo políticamente correcto y lo que les permite postergar algo el asumir posiciones específicas en los temas que nos dividen.
Sin embargo, los candidatos instalan desde ya las ideas fuerza, el sello o razón esencial de sus carreras. Quien va liderando, si acierta a sintonizar con percepciones ciudadanas, tiene el privilegio de fijar los temas del debate, mientras los otros deben resignarse a un rol más reactivo.
Tengo la impresión de que Michelle Bachelet ya ejerció de modo eficaz ese privilegio y la palabra mágica en torno a la cual girará el debate público en este año político, será la igualdad: Una vieja conocida de la arena pública, que viene con aires remozados. Su dimensión más tradicional, la desigualdad económica y de oportunidades, es solo en esencia la misma que venimos debatiendo intensamente desde la campaña del año 20, pues hay espacio a nuevos proyectos ahora que la torta es más grande y que la desigualdad amenaza la estabilidad de las instituciones y, con ello, el propio desarrollo. Probablemente el debate se centrará en la reforma impositiva y, espero, en la calidad de la educación pública, especialmente la preescolar y la básica.
Bajo el mismo concepto de igualdad, los candidatos no podrán eludir los temas de tolerancia, aceptación o fomento de la diversidad. La igualdad, he aquí la paradoja, culturalmente no alienta la uniformidad, sino el respeto a que cada cual, igual en dignidad y derechos, defina con plena autonomía lo que es llevar una buena vida, con el solo límite de no hacer daño al resto.
Hay una tercera dimensión de la igualdad que me parece no debe estar ausente en el debate: la igualdad política, pues ninguna equidad se conquista sin igualdad política que la sostenga. Las mujeres han ido conquistando sus derechos al salir al mundo del trabajo, pero no sin antes conquistar el derecho a sufragio. De igual modo, la inclusión del campesinado al desarrollo económico, social y cultural, en los años 60, solo fue posible con su emergencia al proceso político.
El sistema político chileno no es igualitario. En él pesa en exceso el dinero, obtenido de fuentes opacas para financiar campañas, lo que otorga privilegios a los ricos por sobre los pobres.
El sistema político chileno privilegia además a los que quieren conservar el orden establecido en las leyes orgánico-constitucionales, dictadas en proporción importante por el gobierno militar, frente a aquellos que quieren cambiarlo. Los primeros valen más que los segundos, infringiendo la noción de igualdad. Esta solo es compatible con una regla de mayoría para resolver las legítimas diferencias, la que no rige en nuestro sistema de leyes orgánicas.
Una y otra desigualdad, la del dinero y la de las mayorías calificadas, privan al sistema político de la legitimidad ciudadana que requiere para sostener el orden. Los partidarios de la estabilidad no pueden aspirar a que esta se sostenga sobre bases institucionales que no pasan el test de la igualdad, pues ella es la idea legitimadora básica en nuestra cultura.