La muerte parece producir más exageración que pena; más inflamación retórica que apego a los hechos. Para comprobarlo basta leer las palabras de despedida a Adolfo Zaldívar.
El mejor ejemplo es una carta al director firmada por un sacerdote. En ella, Joaquín Alliende planteaba que por estos días se habían ido "tres rebeldes": Benedicto XVI, Stéphane Hessel y Adolfo Zaldívar. Los tres, a juicio de ese sacerdote, serían "profetas incómodos" sin los cuales habría "masa" y no "pueblo", un simple "mercado cruel".
Es probable que Stéphane Hessel haya sido incómodo (está pendiente si será además profético); es seguro que (para los creyentes) Benedicto XVI será, pase lo que pase, profético; pero no cabe duda de que Adolfo Zaldívar no fue ni lo uno ni lo otro.
Ni incómodo, ni profeta.
No fue, desde luego, incómodo para nadie (más allá de la incomodidad natural que provocaron a veces sus rudos modales). Por el contrario, fue un hombre con amplias relaciones sociales, plenamente integrado a la clase política y, como muchos de sus miembros, inevitablemente expuesto a los conflictos de interés (como los que rondaron el debate de la Ley de Pesca). Tampoco fue profético. Sus quejas contra el modelo nunca fueron radicales. En verdad, él abogaba por la economía social de mercado: el modelo de capitalismo que instaló Ludwig Erhard en Alemania, con un amplio tercer sector y con un extenso apoyo a las pymes. Abogar por ese tipo de capitalismo y ser profeta (un remedo contemporáneo de las figuras del Antiguo Testamento que comparaban los mandatos de Dios con la pobre realidad) es, desde cualquier punto de vista, una exageración. Una exageración filial y comprensible si Adolfo Zaldívar hubiera sido un hijo de vecino; una exageración inaceptable, aun en una oración fúnebre, si se trata de describir su vida política.
El Presidente Piñera, por su parte, algo más mesurado, decidió elogiar su consecuencia.
Es difícil, sin embargo, conciliar los hechos con esa afirmación.
Para ser candidato presidencial de la Democracia Cristiana echó mano a la misma ambición y las mismas artes que criticaba en los demás; una vez que perdió la elección interna no apoyó a quien lo había derrotado; obtuvo, durante el gobierno de Bachelet, la presidencia del Senado con los votos de la Alianza por Chile, y durante el gobierno de Piñera aceptó se le nombrara embajador. Si la consecuencia fuera el apego sin excepciones a la propia personalidad, no cabe duda de que Adolfo Zaldívar habría sido consecuente como el que más. Pero él (como la mayor parte de los políticos profesionales) no lo fue en su vida pública. La muestra más obvia de eso fue su incorporación al propio gobierno de Piñera. ¿Cómo conciliar sus críticas al "modelo" -en cualquier caso más tronantes que precisas- con su aceptación de un cargo político en un gobierno que, a este respecto, se situaba en las antípodas?
La verdad es que lo mejor de Zaldívar se vio en la dictadura.
Allí, las características de su personalidad (el oposicionismo, el carácter litigioso) encontraron un medio para transformarse en virtudes. No solo defendió a las víctimas de crímenes contra los derechos humanos (en una época en que esos crímenes se contaban en susurros), sino que, además, fustigó legalmente a la dictadura una y otra vez (es cosa de recordar el caso del Melocotón).
En la democracia, en cambio, esas mismas características lo llevaron a defender (con más hostilidad que entusiasmo; con más truenos que razones) un camino propio, una senda que no transitaba ni por la izquierda ni por la derecha. La idea era una versión apenas esquemática del ideario democratacristiano. Nunca se sabrá si esa idea fue la que estimuló su conducta o si, en cambio, fue su personalidad la que encontró en ese puñado de ideas una coartada perfecta para su comportamiento.
Fue, en este sentido, el más democratacristiano de los democratacristianos; pero al mismo tiempo el que menos contribuyó a su éxito político.
El mejor y a la vez el peor, políticamente hablando.