Mucho se habla de secularización, pero el jueves 28 todos los canales de TV -desde la BBC hasta CNN- no hablaban de otra cosa que de los momentos finales del pontificado de Benedicto XVI. En realidad, "casi" todos los canales, porque para alguna emisora chilena de TV la farándula festivalera era mucho más significativa. Hay gustos para todo.
Los comentarios fueron muy variados, pero todos los periodistas e invitados mostraban ser conscientes de estar viviendo un momento histórico. No les falta razón, la herencia judeocristiana ha marcado la cultura de occidente. Y dentro de ella, la Iglesia Católica, que es la institución más antigua del mundo, ocupa un lugar muy singular.
Esta Sede Vacante es mucho más que una silla vacía. Cuando, una vez hecha efectiva la abdicación papal, se procedió a inutilizar el anillo y destruir el sello papal, muchos se dieron cuenta de que no se trataba solo del rito previsto para cuando finaliza un papado. El pontificado romano está experimentando cambios importantes, y la abdicación de Ratzinger es una pequeña muestra de ellos.
Como todo en la Iglesia, en el papado hay que distinguir los aspectos permanentes de los transitorios, es decir, de las formas históricas en las que se ha encarnado. Que los papas hayan sido coronados con una tiara o que se hayan desplazado por siglos en la silla gestatoria, son, obviamente, elementos históricamente cambiantes. Otro tanto sucede con la práctica de no renunciar al pontificado.
El problema, como siempre, estriba en distinguir qué es lo esencial y qué, en cambio, es una determinación histórica que bien podría ser de otra manera. Recuerdo haber mantenido encendidas discusiones en el colegio en defensa del uso de la silla gestatoria por parte del Papa. Dudo que haya hoy muchos católicos que no piensen que es mucho más práctico y seguro el uso del papamóvil.
Las formas históricas, aunque cambiantes, son importantes. El cristianismo, al menos en su vertiente católica, es muy poco espiritualista. Se ve claro en el arte religioso. No existe "el" arte católico. Pero, puestos a construir una catedral, habrá que servirse de formas románicas, góticas, barrocas o las que sean. Si uno no quiere emplear ninguna forma históricamente reconocible, se quedará en el descampado. Algunas formas minimalistas de entender la Iglesia y su doctrina terminan por presentarla como una suerte de Rotary Club espiritual (institución benemérita, pero muy diferente de la Iglesia).
La forma de concebir el papado es muy importante para el diálogo ecuménico. De hecho, es la diferencia más relevante entre católicos romanos y ortodoxos. Aquí hay que encontrar un delicado equilibrio: algunos quieren facilitar la unión con los demás cristianos transformando al Papa en un obispo común y corriente (olvidan que ya en el Nuevo Testamento se aprecia que Pedro desempeña un lugar muy especial entre los apóstoles); otros consideran que solo puede ejercitarse el papado en la precisa forma en que se ha desarrollado en los últimos mil años (no tienen en cuenta que, como decía Gustav Mahler: "la tradición es la trasmisión del fuego, y no la adoración de las cenizas").
En 1995, Juan Pablo II hizo una audaz presentación del papado en su encíclica sobre el ecumenismo ("Ut unum sint", nn. 88-96), en la línea de destacar su carácter de "siervo de los siervos de Dios". Es posible que en los próximos años seamos testigos de otros hechos históricos en la Iglesia, quizá no tan espectaculares como los de estos días, pero no menos importantes. Ellos no supondrán un cambio en la fe y la moral de Jesucristo, pero sí en esas formas históricas a través de las cuales se ejerce el papado.
A los cardenales les toca, entonces, elegir a la persona adecuada. Tendrían que ser muy frívolos para no sentirse inquietos ante la tarea que tienen por delante. Más de uno (ojalá todos) sentirá el peso de sus limitaciones y se preguntará si no hay otros más dignos de ocupar su lugar. Previendo este sano temor, la ley de la Iglesia establece que todos los cardenales que tengan la edad y no se hallen impedidos por enfermedad están obligados, "en virtud de la santa obediencia", a viajar a Roma y participar de la elección. Esa norma ayuda a conseguir el viejo sueño de Platón: que se dé el poder a quien no lo quiere.