Faltaba poco para el final y todo hacía pensar que habría un alargue. Detrás del arco sur, donde solía ubicarme cuando ejercía la función de "informador de cancha" junto a próceres como Juan Cugniet, Hernán Duvall o el "Caco" Villalta, parado en el cemento del lanzamiento de la bala para aliviar el frío que subía por los pies, decidí encender un cigarrillo. Un Advance, para más datos.
Era 1982, trabajaba en la Chispa del Deporte y en la caseta el único que fumaba era Facuse, que aspiraba unos puros fétidos que Vladimiro Mimica no se atrevía a prohibir. Al resto, claro, nos fulminaba con la mirada cada vez que osábamos sacar un pucho. Pero abajo era otra cosa: se podía entrar a la cancha, a los vestuarios (antes y después de los partidos), entrevistar a quien uno quisiera y hacer preguntas puntudas hasta irritar al "Tata" Riera o al "Guatón" Santibáñez. Y fumar al lado del césped. La felicidad total, o al menos así la recuerdo, ahora que soy un viejo choto consumido por la nostalgia de tiempos que me parecen mejores.
Había rangos de libertad inimaginables hoy en día, como encender un cigarrillo cuando faltaban dos minutos de una final de Copa Libertadores, lo que forzaba a un tercer partido en Buenos Aires. Fue entonces cuando encendí el Advance, y lo recuerdo bien porque el "Mocho" Gómez iba al cruce sobre la derecha contra Venancio Ramos y parecía que llegaba, pero no llegó. La pelota le llegó a Morena, quien definió con clase y Cobreloa perdía por segundo año consecutivo la opción de clasificarse campeón de América. Yo me quedé con el pucho encendido, el humo en los pulmones, sin nada que decir, ni informar, ni agregar frente al festejo de Peñarol.
Desde entonces, por esas cosas medias pelotudas que tenemos los que seguimos el fútbol, pensé que encender un cigarrillo en una final era mufa, lo que no me cambió el hábito ni me mejoró la salud. Tampoco ganamos muchas finales, aunque creo que en la del 91 no pude fumar porque estaba en una caseta compartida.
Desde entonces me han ido cerrando el cerco. No puedo fumar en la redacción del diario, ni dentro de la radio y mucho menos en el estudio de televisión. Hemos ido formando una cofradía de viciosos que nos juntamos en el lugar más inhóspito, frente al único cenicero, para compartir el pecado y alguna charla que, créanme, siempre es más sabrosa que las de adentro. Con frío o con calor, siempre estaremos ahí. Y como me prohibí encender cigarrillos dentro de la casa, en los restaurantes y bares ya no se puede y en ahora ni en los matrimonios (donde ya no será excusa para evitar el baile), los funcionarios nos fueron encerrando, haciéndonos más sanos, seguro, pero no sé si más felices.
Lo que me importa hoy es que no pude estar en el último fin de semana en que era posible encender un cigarrillo, frotarse las manos y aprontarse para el segundo tiempo. Ni aliviar la espera ansiosa del gol que no llega empujándolo con una piteada. Recordaré con gozo el cigarrillo fumado en el Malvinas Argentinas tras la clasificación de la Sub 20 como el último legal y no a hurtadillas, agotado por la tensión, aliviado por la alegría. Hablo de nosotros, la gente normal, la que será vigilada, sapeada, sancionada. ¿Habrá inspector sanitario de Mañalich que sea capaz de entrar a la barra brava a pedirles por favor a los señores que apaguen el pitillo?
En las noches de invierno, cuando haya quinientas personas en el estadio soportando la temperatura bajo cero, o en esas tardes de La Cisterna cuando la gente soporta 40 grados de calor, recordaré la advertencia del ministro: el tabaco es dañino para la salud. Saldré, al final del partido, a la esquina más próxima para no perjudicar a nadie, pero estaré odiando con toda mi alma. Y eso sí que hace mal.