Cristián Precht decidió aceptar la sanción del Vaticano.
Hasta hace poco, él y su abogado, el cura Hasbún, prometían llegar hasta las últimas consecuencias para acabar con lo que, decían entonces, era un grave error, una gigantesca violación al debido proceso, una investigación inquisitorial en la que no sabían -como el Joseph K de "El proceso"- cuál era la acusación de la que debían defenderse.
Esta semana, la situación cambió. La oveja acepta con mansedumbre la sanción. De aquellos arrestos legalistas y de esa indignación no queda nada.
¿Qué pasó?
Precht habría tenido conductas abusivas en el ejercicio de su cargo. En el lenguaje eclesial, y en los dichos explícitos de algunos testigos, eso quiere decir conductas de índole sexual que transgreden la voluntad de Dios (o de aquello que la Iglesia dice es la voluntad de Dios). La homosexualidad sería, a los ojos de la Iglesia, la más impropia de todas ellas (y por supuesto, como la prohibición crea el deseo, no es raro que ese tipo de comportamientos abunden en la Iglesia Católica).
Precht no ha negado esas conductas. Lo que él niega es haber cometido abuso: nunca -acaba de declarar- he intentado forzar la conciencia ni doblegar la voluntad de persona alguna, menor o mayor, mujer o varón.
La declaración de Precht parece una confesión. No niega haber incurrido en conductas de las que la Iglesia llama impropias. Dice algo distinto: declara no haber forzado la conciencia o torcido la voluntad de nadie, hombre o mujer. Pero todos quienes saben leer advierten que Precht puede estar diciendo la verdad y la Iglesia también. Perfectamente puede ocurrir que Precht no haya torcido la voluntad de nadie; pero que, al mismo tiempo, haya ejecutado conductas de las que la Iglesia llama impropias.
Pero si lo anterior fuera así, si, como el mismo Precht sugiere, esas relaciones hubieran sido consentidas, ¿habría razones para sancionarlo?
Para la Iglesia, sí.
Y es que la Iglesia no protege la autonomía de las personas, sino lo que ella cree es el perenne orden natural. La Iglesia no protege la voluntad autónoma del individuo, sino la voluntad de Dios. La Iglesia no estimula que cada uno viva su vida conforme a su propio discernimiento, sino que se preocupa que la vida de cada uno no transgreda lo que ella, por revelación o por tradición, estima es la voluntad de Dios.
Así entonces, Precht puede estar diciendo la verdad -quizá nunca torció la voluntad de nadie-, pero al mismo tiempo la Iglesia puede estar en lo correcto al sancionarlo.
Es lo que, sin decirlo, Precht reconoce. Cuando él acepta esa sanción -eso es lo que quiere decir cuando renuncia a la apelación a que tiene derecho-, está reconociendo el derecho de la Iglesia a aplicársela y está, al mismo tiempo, endosando todas y cada una de las premisas que la Iglesia esgrime para condenarlo, entre otras cosas, el rechazo de la conducta homosexual.
¿Merece conmiseración, entonces, Cristián Precht?
En absoluto.
Y no merece conmiseración no por las conductas que ejecutó (que, a la luz de su declaración, desde el punto de vista de la ley civil son plenamente legítimas), sino porque las sanciones que ahora debe soportar son resultado de las creencias eclesiales respecto de la homosexualidad, creencias que él mismo contribuyó a esparcir y que, incluso en esta carta final, tácitamente endosa.
A fin de cuentas, y paradójicamente, se le sanciona por lo que él cree. Son sus propias creencias las que transforman su conducta en reprochable.
Si, en efecto, él piensa que la homosexualidad es una grave transgresión natural, si él piensa que incluso cuando se ejercitan actos homosexuales mediando consentimiento se ejecuta un acto erróneo, si él cree que la Iglesia tiene derecho a sancionarlo por todo eso, aunque al hacerlo él no haya torcido la voluntad de nadie, entonces bien merecido lo tendría. No por lo que hizo, sino por lo que voluntariamente cree.
Y, además, es seguro que él se siente culpable, y por eso acepta, dócilmente, la sanción. ¿Acaso Freud no definió la culpa como el deseo inconsciente de ser castigado por la transgresión?