Nueva York celebra los 100 años de la Grand Central Station, una de las dos estaciones de ferrocarril que conectan la isla de Manhattan con el resto del país. Su edificio, una terma romana en estilo Beaux–Arts, cuyo apoteósico hall es una de las postales clásicas de la ciudad, sugiere aún hoy que Grand Central es la estación más grande del mundo, con 67 andenes en dos niveles subterráneos que ocupan 19 hectáreas invisibles. En realidad, toda Nueva York está duplicada bajo tierra en un laberinto inimaginable de 1.355 km de túneles del Metro, además de numerosos viaductos y acueductos subterráneos, algunos cruzando bajo el lecho de los dos ríos contiguos. El neoyorquino (al igual que el habitante de otras grandes ciudades) está acostumbrado a esta dimensión oculta pero intensamente urbana de la vida bajo tierra; muchas de las estaciones de metro están integradas con los vestíbulos de importantes edificios públicos y, como en toda ciudad densa, el subsuelo de Nueva York alberga además abundante espacio para el comercio y el esparcimiento.
Aparte de algunas notables estaciones del Metro, Santiago también sabe de buenos subterráneos. En el centro histórico, aquel de manzanas coloniales, la Ordenanza Brunner de mediados del siglo XX configuró elegantemente una ciudad moderna con edificios de fachada continua y altura constante. La construcción de edificios permitió habilitar subterráneos accesibles desde la calle, pero además los amplios interiores de manzana fueron hábilmente aprovechados para multiplicar el espacio de la calle mediante una intrincada red de galerías cubiertas, acaso la más extensa de su tipo en el mundo. Muchas de estas galerías tuvieron salas de cine o teatro subterráneas (un puñado sobrevive hasta hoy), a las que se llegaba mediante generosas escaleras y vestíbulos bellamente decorados, acompañados de locales comerciales, restaurantes y salones de té, como el célebre “Café Santos”, desaparecido no hace mucho. Salvo excepciones, como algunas manzanas de Providencia, no hemos vuelto a ver esa misma dignidad en el subsuelo de la ciudad liberal, ésa que se ha venido construyendo de manera dispersa y voluble en diversos subcentros urbanos desde los años 80.
Hoy, nuestra norma urbanística está mucho más comprometida con la rentabilidad bruta de un predio que con la calidad de la ciudad que resulta del conjunto edificado. Sólo así se explican, por ejemplo, los absurdos fosos que separan la vereda de algunos flamantes edificios de oficinas en zonas densas. Estos mal llamados “patios ingleses”, cuyo único fin es maximizar el valor de un par de niveles subterráneos, son un golpe devastador para la calle, que por definición es la relación intensa entre el peatón, la fachada y el uso del primer piso de un edificio. ¿Arquitectos e inversionistas que desdeñan la vida urbana? Sin duda. Pero los verdaderos responsables son los autores de esas normas mezquinas e inconsultas. Sería bueno saber en qué modelo de sociedad están pensando.