En las últimas décadas ha dominado en el mundo intelectual la tendencia a considerar esta distinción como una barbaridad, ya que conllevaría menosprecio a los pueblos indígenas, pertenecientes a lo que en otra época se llamaba la "prehistoria". Esta perspectiva se ha transformado en lo políticamente correcto, al punto de que está bien visto denostar a la civilización como realidad opresiva, siguiendo una interpretación unilateral de Freud, en cierta medida ajustada a los mass media . Entre los malos de la película que hay que citar canónicamente, dando testimonio de que se lo condena, está el argentino Domingo Faustino Sarmiento, por haber denostado a la barbarie.
Es un craso error ver en esta dicotomía una antinomia insuperable. Desde fines del siglo XVIII, por lo demás, se viene insistiendo en que en los mitos y costumbres de la sociedad arcaica (pueblos de la prehistoria, bárbaros, primitivos, etcétera -hay muchas maneras de llamarlos-) residen una sabiduría y un mensaje válidos para la sociedad civilizada. Esta última es la que desarrolló la escritura, la agricultura, la industria, la ciudad, el Estado, la complejidad económica. Lo "barbárico" son decenas de miles de años en que se desarrollan las raíces de la sociedad humana, que no se desvanecen con el nacimiento de la civilización. Si hay proclividad a borrar sus vestigios como una rémora o vergüenza, pervive, por otra parte, en la nostalgia por una presunta pureza perdida, en el corazón de las creaciones culturales, en los momentos fecundos de la humanidad, en el espíritu; en el arte, incluso en lo que llamamos pensamiento.
Sin embargo, todo lo que se pueda y deba apreciar sobre este trasfondo de la existencia humana se lleva a cabo desde la perspectiva del hombre civilizado. La civilización es su espacio de vida y de posibilidades. No porque algo o mucho de la "maldición de Freud" -de que la civilización tiene en sí misma un alma enferma- sea del todo falso. Recordemos que lo que desarrolla el ser humano está aquejado de la imperfección, que a veces puede tener un rostro atroz, pero es nuestra base y, en muchos sentidos, la fuente de lo que nos protege. Existimos para sortear esos problemas, y en eso aflora lo que llamamos el esplendor de lo humano, y también surge esa pequeña felicidad posible, la mejor de todas, la buena vida para la persona, la familia, la sociedad.
La búsqueda y el rescate de lo "primitivo" dependen también de la misma civilización, obra que no puede salir adelante sin que esta supervivencia se articule con el capital cultural y político de la civilización. Habrá por ahí y por allá -en la selva amazónica, por ejemplo- alguna tribu que por ahora se debería mantener intacta con una extrema forma de conservación, mientras se divisa alguna manera para incorporarlos que no les infiera un daño irreparable.
No es el caso de los mapuches; de ninguna manera. Entre otras razones, porque en la mayoría de ellos convive su mestizaje práctico en las ciudades de Chile. Si queremos hacerles daño, no hay método más seguro que pensarlos como una suerte de primitivos. Por comprensible que sea el interés antropológico por formar una cristalización, un museo viviente -en sí mismo, una voluntad de la civilización-, sería imposible aislarlos en una cápsula del tiempo. Hace siglos que ya no lo están.
Por lo demás, salta a la vista que gran parte del llamado conflicto surgió de dilemas globales del presente, no de una garganta profunda de la historia. Desde siempre la civilización ha sido un atado de contradicciones; ahí está su gracia, la convivencia de los opuestos. De allí debe surgir una política creativa en este sentido.
Si queremos hacerles daño a los mapuches, no hay método más seguro que pensarlos como una suerte de primitivos. Sería imposible aislarlos en una cápsula del tiempo. Hace siglos que ya no lo están.