Enluta el año nuevo el horroroso crimen del matrimonio Luchsinger ocurrido en la Región de La Araucanía. Se trata de la manifestación más cruel de una escalada de violencia, que se estima totalizó 177 incidentes el año pasado y que, en los pocos días que lleva el presente, ya suma ocho atentados incendiarios. Inevitablemente, esto pone en tela de juicio la política indígena aplicada.
En la versión del Gobierno, los hechos de violencia obedecen a la reacción desesperada de los activistas más enconados e ideologizados, quienes temen perder protagonismo debido al éxito de las medidas adoptadas a favor de los mapuches. Es cierto que la buena marcha de la economía también se hace sentir positivamente en la rezagada zona mapuche, la que ha visto disminuir su cesantía y su extrema pobreza. Es cierto también que el presente gobierno ha redoblado los esfuerzos en materia de educación e inversión pública en la región y ha innovado en una auspiciosa batería de medidas para mejorar la capacitación e impulsar el espíritu emprendedor de los comuneros indígenas.
Pero, como ha destacado el Instituto Libertad y Desarrollo, en cuanto a la controvertida política de compra y reparto de tierras, el actual gobierno no parece haber innovado en nada sustancial. En efecto, en 2011-12, Conadi ha adquirido y transferido tierras a un ritmo de 14.500 hectáreas por año, 26% más alto que el registrado en la década anterior. La selección y asignación de los predios involucrados sigue siendo esencialmente a discreción de la autoridad, ya que carece de reglas claras y conocidas. Alrededor de 70% de la superficie entregada corresponde a tierras que son objeto de conflicto, lo cual estimula la proliferación de los mismos. Contrariamente a lo anunciado, no siempre se excluye del beneficio a las comunidades que han recurrido a la violencia para avanzar su causa.
Se persigue con la compra y transferencia de tierras indígenas indemnizar a las comunidades que habrían sido objeto de usurpaciones o transacciones fraudulentas, amparadas por el Estado, ocurridas alrededor de cien años atrás. El propósito es entendible. Pero, en lugar de contribuir a la paz social, la forma como es llevada a cabo parece fomentar las tensiones y alimentar la violencia. A ello se agrega el clima de permisividad creado por la reticencia política observada hasta pocos días atrás a invocar el rigor de la Ley Antiterrorista contra los violentistas, pese a haber sido ella refrendada por modificaciones que concitaron amplio apoyo político recién el 2010. El complejo asunto indígena exige una solución mejor.